Algo ha de haber ocurrido, desde
luego. Y podría ser que el Estado-nación se hubiera acabado convirtiendo en una forma de
contractualismo que aletargaba la lucha de clases, a la vez que propiciaba cierta sociedad de bienestar. La globalización y la consiguiente deslocalización habrían sido las respuestas del mercado a este estado de cosas.
Porque desengañémonos, tampoco el Estado-nación es hoy ya soberano. El mercado global está liquidando a los Estados como tales, a la vez que promueve un remedo ucrónico-feudal que los deja a su merced.
Las poblaciones de los territorios que constituyeron la antigua Yugoslavia puede que se sientan hoy en día muy identificadas con sus nuevas, flamantes y homogeneizadas naciones independientes, pero si hablamos de soberanía efectiva, la pérdida respecto a su antigua matriz es indiscutible. Y también es evidente que no hace falta que un Estado se fragmente para perder soberanía hoy en día. Ni que pierda ninguna guerra. La transformación se da también en el supuesto de mantenimiento de la misma base territorial.
Tal vez el Estado-nación se había
hecho demasiado fuerte para según qué intereses, acaso los de los mismos que difundían
jocosamente que la Administración
necesita de más Administración para poder atender las crecientes necesidades de
la Administración. Pues bien, esta Administración era también la que había hecho
posible un Estado que, además de policía y ejército, disponía también de
médicos, profesores, jueces, bomberos, seguro de desempleo, jubilaciones,
transportes públicos… Y que se hacía
cargo de las grandes empresas que, de escasa o nula rentabilidad, pero
consideradas de interés social o un sector estratégico, sólo el Estado podía
asumir. La némesis de "los mercados" se llamaba "nacionalización".
El Estado del bienestar, al
ampliarse, también se fortalecía, y la imposición de determinada normativa
sobre condiciones laborales, ambientales o de cualquier otra índole es algo
que, se mire como se mire, no gusta a eso que se llama "los mercados". Y eran tiempos en que no era
posible la deslocalización. Hasta un cierto punto, algunos Estados hicieron pasar
por las horcas caudinas al mercado, al menos los Estados más serios y
fuertes. Hasta un cierto punto, digo, y con todos los matices que hagan falta. Pero
algo de esto hubo. Hoy no queda prácticamente nada.
No creo que
nadie en su sano juicio pueda albergar la menor duda sobre ello.
¿De verdad alguien puede ser tan ingenuo como para pensar que las
legislaciones laborales de Cataluña, Euskadi y lo que quedara de España iban a
ser ni tan sólo semejantes a las actualmente ya recortadas? Sólo que pensemos
en las bajadas de pantalones y subidas de faldas que se han realizado en torno
a la grotesca competición entre Barcelona y Madrid por un complejo lúdico
indeseable y laboralmente semiesclavista como Eurovegas, nos
podremos ir haciendo una idea. Para echarse a temblar.
Pero es que el debilitamiento del
Estado, entendido como Administración y Estado del bienestar, no sólo se da en
el supuesto de su fragmentación por secesión de algunos de sus territorios,
sino que se produce también cuando las tensiones territoriales dejan sin capacidad de respuesta colectiva frente a unos recortes en los servicios sociales, en los
derechos laborales y civiles, sin que haya sociedad en
condiciones de presentar resistencia, fragmentada y ocupada como está en sus disputas “nacionánicas” y con la única opción, al parecer, de decidir quién ha de ser el "recortador". Parecerá un
contrasentido, pero a nadie le está yendo mejor que al Sr. Rajoy con lo que
está pasando. En otras circunstancias, no hubiera podido recortar tanto.
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