Tenía
previsto elaborar una nueva intervención sobre la izquierda racionalista y la
izquierda sentimental, pero la muerte de Santiago Carrillo me obliga a
aplazarla momentáneamente. Nobleza obliga. Hablemos pues de Don Santiago.
Tal
vez lo más repugnante de la muerte no sea la finiquitación del hecho biológico,
sino otro hecho, social éste. Me refiero a la redomada hipocresía de todos los
farsantes que, después de haber puesto a alguien a caer de un burro durante
años, se deshacen en elogios sobre el mismo tan pronto como consideran que ha dejado
de representar un peligro o, consecuentemente con ello, con
ocasión de su fallecimiento. Carrillo se libró en vida de muchas cosas, sin
duda, pero no de esta al morir. Al oír las declaraciones de ciertos personajes sobre
Santiago Carrillo, y recordando lo que habían llegado a decir de él, siente uno
náuseas. A fin de cuentas, a este país quizás no sea el esperpento lo que
más le vaya, sino el sarcasmo, el más grotesco de los sarcasmos. Lo que debe
estar riéndose.
En
lo que a mí respecta, jamás me inquietó de Carrillo lo que sus detractores
decían de él, con razón o sin ella. Lo de Paracuellos con Carrillo fue
simétrico a lo de Badajoz con Yagüe y a tantos otros actos de guerra,
perpetrados por vencedores y vencidos en todas las guerras que en el mundo han
sido. No es que haya o no haya criminales de guerra, sino que la guerra ella
misma es un crimen. Y quien no quiera
verlo, que no mire. El suyo fue, además, un siglo especialmente duro. Podemos y
quizás debamos serlo con él. Pero entonces, seámoslo con todo hijo de vecino. Que tanta historia de buenos y malos empieza a ser un insulto a la inteligencia.
No,
no es esto lo que me preocupó nunca sobre el hombre que, a fin de cuentas, fue
mi lejano secretario general durante un tiempo más bien breve. O que ahora veo
como breve. Ni las entonces nunca admitidas purgas en que hubiera participado desde
un primer momento de la guerra civil; o dónde estaba Nin...
Lo
para mí verdaderamente inquietante de Carrillo es el desasosiego que me produce
hoy pensar que una vez creí en pontífices infalibles al frente de partidos
infalibles que dirigían la historia hacia un destino no menos infalible. Y la
verdad, de eso no tenía la culpa Carrillo, sino los que necesitábamos creer en
esta infalibilidad para alimentar nuestras ilusiones y nuestras ínfulas. Puede que también para sublimar nuestras frustraciones.
Luego,
con tanta caída del caballo camino de Washington o del Volkgeist más a mano, no
sorprende ver como la intransigencia se tornó simétrica, pero intransigencia al
fin y al cabo; ni tampoco como tanto intelectual que se había hecho marxista
acríticamente, se "borró" igual de acríticamente apuntándose a la
patria más próxima con la fe del converso. No así Carrillo,
de quien no puede negarse que aguantó el tipo en la derrota con dignidad, lucidez y
prestancia. No fue un converso y eso le enaltece.
Si
tuviera que ponerle un epitafio, sería:
EL COMUNISMO HA
DESAPARECIDO, EL ANTICOMUNISMO NO
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