El último Austria, Carlos II
el "hechizado", había muerto sin descendencia y en su testamento
dejaba como heredero de sus posesiones a su sobrino-nieto Felipe de Anjou, nieto
de Luis XIV y miembro de la casa de Borbón, con la cual los Austrias habían
estado peleando los últimos cien años por la hegemonía europea, que se había resuelto
a favor de los borbones.
Entronizado como Felipe V, y
contra lo que se suele pensar, su reinado en las Españas se inició sin grandes
sobresaltos. Había, eso sí, un sector austracista de influencia no desdeñable entre
la aristocracia castellana, encabezado por el Gran Almirante de Castilla, así
como en los territorios de la corona de Aragón -Aragón, Cataluña y Valencia- cuyo
pretendiente era el archiduque Carlos, hermano del emperador José I de Austria
y miembro de la casa de Habsburgo, sobrino nieto, al igual que Felipe de Anjou,
del fallecido Carlos II.
El rechazo catalán hacia el Borbón
se debía sólo en parte al supuesto centralismo francés. La razón fundamental
era más bien la ancestral enemistad entre la corona de Aragón y el reino de
Francia, que había heredado Castilla después de que ésta asumiera la hegemonía
en la corona española tras los reyes católicos y bajo los Austrias. Para
disipar estos recelos, Felipe V se trasladó a Zaragoza, Valencia y Barcelona,
jurando en cada una de estas ciudades los fueros aragonés, valenciano y
catalán, respectivamente. Era, por cierto, el primer monarca español en jurar estos fueros en doscientos años, desde Carlos V. Y lo dicho, el primer año de reinado transcurrió sin
grandes sobresaltos; baste decir en este sentido que Felipe V contrajo nupcias
precisamente en la ciudad de Barcelona, con gran jolgorio por parte de la población
local. No, el problema que acabó generando la que se conoce como guerra de
sucesión española fue otro muy distinto y de naturaleza internacional.
Cuando Luis XIV dijo "ya no hay Pirineos", estaba
en realidad diciendo mucho más. Al colocar a su nieto como rey de España no
sólo se aseguraba la subordinación política de ésta a los designios franceses,
sino algo si cabe aun mucho más codiciado: la posibilidad de usufructuar el
imperio español de ultramar. Y eso es lo que Inglaterra no iba a permitir bajo ningún
concepto.
A la muerte de Carlos
II, España era una potencia moribunda, en bancarrota económica, política y
militar. Pero disponía todavía del mayor imperio colonial del mundo. Un imperio
en ultramar que la proverbial incompetencia española en temas económicos y
comerciales había desaprovechado, utilizando sólo sus posesiones americanas
como economía puramente extractiva. Sin estructura financiera alguna que
pudiera absorber dicho imperio, el oro y la plata de América solo pasaba por
España en tránsito hacia los banqueros italianos, holandeses y alemanes. Pero Luis
XIV tenía otros planes.
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