La Francia del 1700 era la
potencia hegemónica en el continente europeo, pero había llegado tarde a la colonización de las Américas, que corrió fundamentalmente a
cargo de españoles y portugueses, pero también de ingleses, holandeses y, en
menor medida, de suecos, daneses y escoceses. Luis XIV había intentado remediar
esta situación promoviendo la colonización del Canadá, por un lado, y de la
Luisiana, por el otro, pivotando esta última sobre Nueva Orleans, con el
proyecto de enlazar a través del Mississippi y el Missouri -San Luis-, la Luisiana
con el Canadá, en lo que era el sueño de una gran América del norte francesa
que se extendiera desde el golfo de México hasta la península del Labrador.
No escatimó medios para ello,
pero el proyecto se resolvió en un
fracaso más que parcial comparativamente a la dimensión del proyecto originario. La inapetencia de los franceses por emigrar a ultramar quizás
fuera una de las razones, los intereses ingleses y holandeses, dueños del mar,
la otra. Sea como fuere, la implantación francesa en estos territorios -con la
probable excepción de Nueva Orleans- fue siempre precaria. Cuando setenta años
después, tras la guerra de los siete años, Francia pierde sus posesiones
continentales americanas -que luego recuperará sólo parcialmente y por breve
tiempo- la presencia francesa en estos territorios se reducía a unos pocos
miles de colonos. Por entonces, las colonias atlánticas inglesas de las que surgirán
los Estados Unidos, tenían una población estimada de tres millones de
habitantes.
El caso de Francia guardaba,
en cambio, una simetría especular casi perfecta con respecto a España. España
era una potencia agonizante, sin estructura económica ni capacidad para el
comercio, pero disponía de unos territorios que sólo había aprovechado
ínfimamente y que ofrecían grandes oportunidades a quien las supiera aprovechar.
La mayor parte del comercio, y del contrabando, en las colonias españolas estaba
en manos de ingleses y holandeses. Francia era, por su parte, un país con gran
vigor demográfico, la primera potencia continental y empezaba a disponer de una
burguesía con capacidad para administrar y enriquecerse con un imperio
colonial, pero carecía de él. El proyecto de Luis XIV consistía en poner las
colonias españolas bajo el control comercial francés. Pero esto era
precisamente lo que ni Inglaterra ni Holanda iban a permitir bajo ningún
concepto.
Siguiendo las indicaciones
de su abuelo, Felipe V suprimió los monopolios de comercio con las Indias que
habían funcionado durante el reinado de los Austrias en España y que habían
acabado arruinándola. Hoy en día, diríamos que introdujo medidas de
liberalización del comercio. Liberalización sólo en cierta medida, claro,
puesto que los grandes beneficiarios de las nuevas concesiones fueron, tal como
estaba previsto, las compañías francesas. Esta fue la política del primer año de
reinado de Felipe V, como consecuencia de la cual se produjo el estallido de
una guerra a escala europea como no se había visto desde la de los treinta años.
La que se conoció como la guerra de sucesión española, aunque en realidad, la
península ibérica fue sólo uno de los muchos escenarios donde se desarrolló
este conflicto.
Cuando el trato de favor a
las compañías francesas se hizo evidente, cundió la alarma en el resto de
potencias coloniales, léase Inglaterra y Holanda, así como en menor medida,
Portugal. Un imperio tan vasto
competentemente administrado en última instancia por Francia amenazaba con
romper el status quo implícito desde
la guerra de los treinta años: Francia como potencia continental e Inglaterra y
Holanda como potencias marítimas. Si ahora Francia se hacía con la gestión
económica y comercial de las colonias españolas, el equilibrio iba a romperse
tarde o temprano en perjuicio de Inglaterra.
Austria, por su parte, era
el único país que no había reconocido a Felipe V, y además, les tenía echado el
ojo a las posesiones españolas del norte de Italia, que atacó por su cuenta y
riesgo. No es hasta 1703 cuando Inglaterra, Holanda y Portugal, se deciden,
en defensa de sus intereses, a reconocer y a apoyar las pretensiones al trono
del Archiduque Carlos de Austria, que fue nombrado rey de España en septiembre
de 1703.
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