Uno,
la verdad, no puede dejar de sorprenderse ante la
convicción -prefiero no decir "obstinación"- con que tantos se han convertido al independentismo en
los últimos tiempos, acaso sólo comparable, pensaba hasta hace
poco, a la acriticidad con que tantos otros -los mismos, en algunos
casos- se convirtieron en su momento al marxismo; idéntica, por
cierto, a la de su “desconversión” posterior. Pero a estas
alturas parece bastante claro que no se trata de fenómenos
comparables.
Hay
algo en el independentismo que no se deja reducir al análisis
racional, una incorporación de matriz sentimental, una pulsión que
hegemoniza el discurso y sateliza al resto de categorías, poniéndolas a su servicio. Incluso
estoy convencido de que, en algunos casos, esta pulsión trivializa y
desdeña argumentos que, de otro modo, podrían ser más que dignos
de consideración.
Me estoy refiriendo, claro, al independentista
convencido que, manipulado o no, ha sido el auténtico protagonista
de la última Diada. Otra cosa muy distinta son los intereses
“objetivos” de ciertos sectores que saldrían ganando con la
independencia, desde productores culturales pesebristas o
empresarios de la subvariante saprofítica, hasta politicastros de
medio pelo cuya megalomanía deja corto al Ubú de otros tiempos.
Pero no me estoy refiriendo a estos lobbies,
sino al independentismo, o mejor, al independentista de a pie que, en
el fondo, sabe que no iba a ganar nada, ni en el mejor de los casos,
y que hasta puede que empeorara, en el peor de ellos, pero que le da
igual. Me pregunto si el famoso mantra “España nos roba” no será
algo cuya veracidad, o no, les tenga en el fondo sin cuidado. Porque
en todo caso sería un argumento subsidiario, al servicio de una
pulsión devenida idea-fuerza, que es la auténtica génesis del
discurso independentista.
Y
es entonces cuando a uno no le queda más remedio que remitirse a lo
que llamaré el síndrome de “Lo que el viento se llevó”, la
evocación nostálgica de un pasado idealizado a partir del cual algo
se torció, y al cual hay que volver para reenderezar el rumbo o,
dicho en otros términos, para sublimar el desarraigo alimentado por
este mismo síndrome.
(Continuará)
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