diumenge, 18 d’octubre del 2015

...Y VÍCTIMAS DE LA LOGSE




Sirva esta entrega como apostilla a la anterior «Hijos de la LOGSE», en la medida que acaso complemente algunas de las consideraciones realizadas en ella. Me voy a referir a la condición de «víctima» a partir de las reflexiones que me sugieren noticias como las que allí comentaba, tanto la más reciente de las faltas de ortografía cometidas por docentes en sus anotaciones a la corrección de un examen –o simplemente a la mala corrección-, como a los suspendidos en oposiciones a maestro por creer que «disertar» significa dividir un todo en partes iguales.

La condición de víctima puede ser objetiva o subjetiva. O si se prefiere, uno puede ser consciente o no de su condición de víctima. En este caso, la consideración de alguien como víctima presupone el autoinvestimiento de una cierta superioridad analítica y de perspectiva, de autoridad, en definitiva, del que atribuye sobre el atribuido. Y puede incluso suscitar el más abierto rechazo por parte de éste, que no se siente víctima, o que cuando se descubre como tal, no admite serlo por ESO –con perdón-, sino por aquello o lo de más allá. Eso es inevitable, pero es lo que hay. Es la misma jerarquía que hace que cuando uno se encuentra mal vaya al médico y, admita, por lo general, su diagnóstico. Porque él no sabe lo que le ocurre, mientras ue el médico, se supone, sí.

Uno puede no haber sentido nunca la menor necesidad de saber que el Ebro no pasa por la provincia de Madrid, cierto. Y puede que también nunca le hayan ilustrado sobre su recorrido. Hasta puede que le hayan dicho que es algo innecesario y que haya seguido todo un itinerario académico hasta salir de la universidad con el diploma bajo el brazo, con ésta y otras muchas lagunas que, para algunos son océanos de ignorancia, pero que para otros son «cosas» absolutamente engorrosas y prescindibles por innecesarias. Y que además ya están en internet. Sin duda se puede ser muy feliz en la vida sin saber por dónde pasa el Ebro, sin conocer las categorías de Aristóteles, sin saber del teorema de Pitágoras, sin haber leído el Quijote o incluso pensando que la gallina es un mamífero. Claro que sí.

Ahora bien, cuando, por ejemplo, descubro que tal felicidad se ve truncada porque estas «cosas» y algunas más se me exigen para poder ganarme la vida ejerciendo de maestro, entonces es cuando la reacción puede ser de lo más variado, según el caso. Se descubre entonces la condición de víctima, aunque no necesariamente de quién o de qué.

Porque uno puede pensar que lo que se le exige saber, para unas oposiciones a las que concurre pero que rechaza, es innecesario de acuerdo a la concepción que tiene y que se le inculcó sobre lo que ha de ser un maestro, y por tanto no exigible. Luego es una injusticia que, ahora y de buenas a primeras, se le requiera saber algo que no se le exigió que aprendiera, que puede haber olvidado y que, en definitiva, está convencido de que no sirve para nada que no sea discriminar al que no lo sabe. Y hasta puede pensar que la ortografía es algo arbitrario y prescindible. Tanto como mecanismo de autojustificación como por convencimiento.

Y si nos fijamos en las reacciones que suscitó en su momento en el lado de los afectados, y entre la mayoría de sindicatos docentes, las declaraciones de algunos de cuyos dirigentes mejor omitámoslas, observamos que la «injusticia» que les convierte en víctimas conscientes no es la estafa que se cometió con ellos por parte de un sistema educativo fraudulento, que no les formó debidamente a la vez que les prometía el cielo, sino que se les exija un determinado acervo de conocimientos, por lo demás del todo elementales. Y lo paradójico del caso es que, al menos desde su propia perspectiva, no les falta parte de razón.
Es decir, se descubren como víctimas, pero siguen sin identificar al culpable porque carecen de capacidad crítica para ello. Y es que el pensamiento crítico, tan del gusto de la pedagogía renovadora, no consiste simplemente en «criticar». Esta es, y sigue siendo, la mayor perversión de la LOGSE y de sus secuelas, que convierte a las víctimas en irredentas.

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