dijous, 27 de desembre del 2012

PHANTASMATA HISPANIARUM (V) En todas partes cuecen habas


Proseguimos con la fagocitación de mitos fundacionales (por ahora) foráneos. Hoy le toca al rey Arturo. Que hoy en día se considere una simple leyenda no implica que siempre se haya considerado como tal. La invención del rey Arturo fue en su momento una operación con fines propagandísticos urdida por Enrique II Plantagenet. Que luego entrara de pleno en el terreno literario de la mano de Chrétien de Troyes no quita que, de entrada, la finalidad con que se ideara fuera otra: la legitimación de la monarquía normanda en Inglaterra.

Enrique II le encargó a un clérigo, Geoffrey of Monmouth (1100-1155 aprox.) una Historia Regum Britanniae cuya finalidad real era legitimar su propio derecho y el de su dinastía, los Plantagenet, a la corona inglesa, algo en entredicho dado que procedía de la dinastía normanda, que había ocupado Inglaterra por la fuerza apenas un siglo antes, de la mano de Guillermo el Conquistador.

El objetivo fundamental era deslegitimar a aquellos a quienes los normandos habían destronado, los reyes sajones, y presentar a su vez una cronología de monarcas ingleses “legítimos” que habían sido en su momento desplazados por los invasores sajones cuatro siglos antes, durante los dark ages. Los tiempos obscuros correspondientes a la Alta Edad Media que habrían transcurrido entre el abandono de Britania por los romanos y la llegada de los normandos.

Pero Monmouth empieza mucho antes, desde la llegada de una tal Brutus, descendiente ni más ni menos que del héroe troyano Eneas –del cual procedería el nombre de Britannia- hasta el siglo VII, con la muerte de Cadwallader, último rey «legítimo». Entremedio, aparecen monarcas como el rey Lear, al que inmortalizará Shakespeare y, por supuesto, el rey Arturo.

Este «rey Arturo» habría unificado la Gran Bretaña –o Inglaterra- a finales del siglo V o principios del VI. Desde allí se habría lanzado a la conquista de la Galia. Pero la conspiración de su hermano Mordred le obligó a regresar a Inglaterra. Murió, o desapareció, en la batalla de Camlann.

Por un lado, Arturo habría muerto en esta batalla, y el «providencial» hallazgo de su tumba en la abadía de Glastonbury –una pieza más del montaje orquestado por Enrique II- así lo indicaría. Pero también habría sido trasladado por su hermana Morgana a la tierra de Avalon, desde donde un día volvería para reinar de nuevo en Inglaterra. Y a tal efecto se estableció un protocolo mediante el cual los reyes de Inglaterra, al ser coronados, proclamaban que si regresaba Arturo, deberían de cederle la corona. Incluso el futuro Felipe II de España, al devenir regente de Inglaterra por su matrimonio con María Tudor, tuvo que jurar dicho protocolo. Huelga decir que si Felipe II tuvo que hacer las maletas un par de años después, no fue debido a nada relacionado con el rey Arturo.

Más allá de la invención y falsificación histórica con finalidades de propaganda política, y de su posterior entrada en el terreno literario, la figura de Arturo se inscribe en el contexto de las luchas entre los anglorromanos y los invasores sajones que, ciertamente, tuvieron lugar en aquella época y que se resolvieron en los reinos sajones que destruyó Guillermo el Conquistador al invadir Inglaterra. Hay algunos textos galeses anteriores a la obra de Monmouth que se refieren a Arturo. Igualmente, de haber existido realmente algún personaje cuyas gestas inspiraran la «historia» y la leyenda posteriores, debió ser sin duda algún caudillo britano que luchó contra los invasores sajones. El resto fue, si duda alguna, pura invención. Baste decir que el historiador inglés altomedieval por excelencia, Beda (s VII), ni siquera lo cita. Otras fuentes (Gildas) hablan de un personaje llamado Ambrosius Aurelianus, cuya intervención habría sido decisiva en la batalla de Monte Badon. Dicho Ambrosius Aurelianus ha sido considerado por algunos historiadores como el personaje que podría haber inspirado la posterior construcción del rey Arturo.

En definitiva, todo fue un montaje propagandístico destinado a legitimar a una dinastía que acababa de desplazar a los sajones, los cuales al haber sido los que habían destruido el orden anterior, permitían que la dinastía de los Plantagenet se presentara como la restauradora de la legitimidad anglorromana anterior a los años obscuros. Una «legitimidad» de la cual surgiría Inglaterra. Una Inglaterra fundada, ni más ni menos, que por el hijo de un tataranieto del troyano Eneas. Casi nada.

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