Proseguimos con la fagocitación
de mitos fundacionales (por ahora) foráneos. Hoy le toca al rey Arturo. Que hoy
en día se considere una simple leyenda no implica que siempre se haya
considerado como tal. La invención del rey Arturo fue en su momento una operación
con fines propagandísticos urdida por Enrique II Plantagenet. Que luego entrara
de pleno en el terreno literario de la mano de Chrétien de Troyes no quita que,
de entrada, la finalidad con que se ideara fuera otra: la legitimación de la
monarquía normanda en Inglaterra.
Enrique II le encargó a un clérigo,
Geoffrey of Monmouth (1100-1155 aprox.) una Historia
Regum Britanniae cuya finalidad real era legitimar su propio derecho y el
de su dinastía, los Plantagenet, a la corona inglesa, algo en entredicho dado
que procedía de la dinastía normanda, que había ocupado Inglaterra por la
fuerza apenas un siglo antes, de la mano de Guillermo el Conquistador.
El objetivo fundamental era
deslegitimar a aquellos a quienes los normandos habían destronado, los reyes
sajones, y presentar a su vez una cronología de monarcas ingleses “legítimos” que
habían sido en su momento desplazados por los
invasores sajones cuatro siglos antes, durante los dark ages. Los tiempos obscuros correspondientes a la Alta Edad
Media que habrían transcurrido entre el abandono de Britania por los romanos y
la llegada de los normandos.
Pero Monmouth empieza mucho
antes, desde la llegada de una tal Brutus, descendiente ni más ni menos que del
héroe troyano Eneas –del cual procedería el nombre de Britannia- hasta el siglo
VII, con la muerte de Cadwallader, último rey «legítimo». Entremedio, aparecen
monarcas como el rey Lear, al que inmortalizará Shakespeare y, por supuesto, el
rey Arturo.
Este «rey Arturo» habría unificado
la Gran Bretaña –o Inglaterra- a finales del siglo V o principios del VI. Desde
allí se habría lanzado a la conquista de la Galia. Pero la conspiración de su hermano Mordred le
obligó a regresar a Inglaterra. Murió, o desapareció, en la batalla de Camlann.
Por un lado, Arturo habría muerto
en esta batalla, y el «providencial» hallazgo de su tumba en la abadía de
Glastonbury –una pieza más del montaje orquestado por Enrique II- así lo
indicaría. Pero también habría sido trasladado por su hermana Morgana a la
tierra de Avalon, desde donde un día volvería para reinar de nuevo en
Inglaterra. Y a tal efecto se estableció un protocolo mediante el cual los
reyes de Inglaterra, al ser coronados, proclamaban que si regresaba Arturo,
deberían de cederle la corona. Incluso el futuro Felipe II de España, al
devenir regente de Inglaterra por su matrimonio con María Tudor, tuvo que jurar
dicho protocolo. Huelga decir que si Felipe II tuvo que hacer las maletas un par
de años después, no fue debido a nada relacionado con el rey Arturo.
Más allá de la invención y
falsificación histórica con finalidades de propaganda política, y de su
posterior entrada en el terreno literario, la figura de Arturo se inscribe en
el contexto de las luchas entre los anglorromanos y los invasores sajones que,
ciertamente, tuvieron lugar en aquella época y que se resolvieron en los reinos
sajones que destruyó Guillermo el Conquistador al invadir Inglaterra. Hay
algunos textos galeses anteriores a la obra de Monmouth que se refieren a
Arturo. Igualmente, de haber existido realmente algún personaje cuyas gestas
inspiraran la «historia» y la leyenda posteriores, debió ser sin duda algún
caudillo britano que luchó contra los invasores sajones. El resto fue, si duda
alguna, pura invención. Baste decir que el historiador inglés altomedieval por
excelencia, Beda (s VII), ni siquera lo cita. Otras fuentes (Gildas) hablan de
un personaje llamado Ambrosius Aurelianus,
cuya intervención habría sido decisiva en la
batalla de Monte Badon. Dicho Ambrosius
Aurelianus ha sido considerado por algunos historiadores como el personaje
que podría haber inspirado la posterior construcción del rey Arturo.
En definitiva, todo fue un montaje
propagandístico destinado a legitimar a una dinastía que acababa de desplazar a
los sajones, los cuales al haber sido los que habían destruido el orden
anterior, permitían que la dinastía de los Plantagenet se presentara como la
restauradora de la legitimidad anglorromana anterior a los años obscuros. Una «legitimidad»
de la cual surgiría Inglaterra. Una Inglaterra fundada, ni más ni menos, que
por el hijo de un tataranieto del troyano Eneas. Casi nada.
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