Snowden es joven, 30
años. De familia americana de clase media; su padre era oficial de
guardacostas, su madre empleada en el Tribunal Federal por el distrito de
Maryland. Administrador de sistemas informáticos,
con novia y un salario de doscientos mil dólares anuales. Sin deudas conocidas
ni estrecheces económicas. No es en este sentido Castle, pero todo indica que
ambos, uno en la ficción y otro en la realidad, tomarán una decisión similar.
En el caso de Snowden, decidirá divulgar los métodos de vigilancia y control de
ciudadanos puestos en práctica por los Estados Unidos en su propio país y en
otros. Algo que, sin duda, atenta directamente contra todo lo que le habían
enseñado sobre el sistema americano, la tierra de la libertad donde todos los
sueños se pueden hacer realidad.
Snowden se encuentra en
la CIA, y luego en la NSA, con algo que va contra sus convicciones más íntimas.
En esto sería un americano ideal y típico, convencido que el suyo es el país de
la libertad. Y comprueba que los mismos mecanismos de control, que se aplicaban
en las dictaduras y que vulneran el más elemental derecho a la intimidad del
ciudadano anónimo, se están aplicando y promoviendo en su país y desde su país.
Y decide denunciarlo pasando esta información a los periódicos The Guardian y The Washington Post, que lo publican y con ello se organiza el
escándalo.
No parece que Snowden
haya trabajado ni se haya vendido a ningún servicio secreto extranjero. La
información que ha revelado, además, carece de interés para cualquier servicio
secreto porque se trata de algo que todos practican o aspiran a practicar. No
se trata de ningún secreto que pueda interesar a nadie que ya lo sepa. Es, en
todo caso, un secreto compartido por los servicios secretos de todo el mundo,
que no tienen, como es de esperar, ningún interés en que se divulguen sus
prácticas compartidas. Es obvio que, una vez publicado, perjudica más la imagen de los Estados Unidos que, por
ejemplo, la de Rusia o China, pero ello por la sencilla razón de que nadie
tiene la menor duda sobre la práctica de dichos métodos en estos países o en
otros. El perjuicio para el gobierno de los Estados Unidos es, en todo caso, de
imagen, pero no de pérdida de una información confidencial cuya transferencia a
otro país ponga en peligro ningún status
quo. Tampoco vale decir que al difundir esta información, los grupos
terroristas irán con más cuidado: se hace muy difícil pensar que no estuvieran ya
al corriente.
Si alguien podía tener
interés en conocer este tipo de prácticas a lo 1984 de Orwell, no son los estados, que ya lo sabían; ni siquiera
los grupos terroristas, que también debían estar al corriente por la cuenta que
les trae, sino la ciudadanía. En este sentido, Snowden le ha prestado un
servicio impagable a la ciudadanía mundial.
Si realmente nos encontramos ante un conflicto
entre el imperativo categórico kantiano y su exigencia de concordancia con la
forma lógica universal, por un lado, que nos plantea por el otro un dilema
entre el uso público y el uso privado de la razón, y si la información de que
disponemos se ajusta a la verdad, entonces sólo cabría concluir que Snowden actuó
libremente de acuerdo con su conciencia y la exigencia formal que las propias
acciones se ajusten a la forma lógica universal. Y eso, como mínimo, le honra... no porque se haya ajustado a esta exigencia de concordancia lógica
universal -eso lo hacemos todos, lo sepamos o no- sino porque ha demostrado
tener conciencia, principios y ser consecuente con ellos. Por todo ello, mi
admiración.
(Continuará)
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