El móvil más frecuente
que induce a la traición habrá sido sin duda el dinero, sin más, pero también
ha habido casos de ideología de trinchera o de venganza por el amor propio
herido ante el ninguneo o al ver frustradas ciertas expectativas. Para muchos
espías del bloque del Este durante la guerra fría, la deserción les abría las
puertas a un mundo occidental en el cual, con un poco de suerte, iban a poder disfrutar
del pago recibido por su «traición». Para otros, como Ramón Mercader –el
asesino de Trosky- acaso fuera la ciega obediencia que, por ideología, había
renunciado a la propia conciencia; o la aristocrática adscripción a la
ideología de trinchera, que podría ser el caso de Kim Philby y sus espías de
Cambridge. En el caso de Coriolano, sería el despecho, como tal vez también en
el Deep Throat. Hasta en España hemos
tenido casos relativamente recientes, siempre, eso sí, con el inevitable
marchamo carpetovetónico por medio ¿Alguien se acuerda de aquel trincón
compulsivo que fue el coronel Perote? ¿O un tal Paesa?...
Con independencia de sus
motivaciones, el calificativo adjudicado al transgresor siempre ha sido el de
“traidor” o “renegado”. Desde Judas hasta el propio Snowden, todos han sido
“renegados” que traicionaron la confianza que supuestamente se había depositado
en ellos. Y si se trata de espías, el que consuma la traición que se le
suponía; el traidor en potencia que pasa a serlo en acto, haciendo buena la
desconfianza que se había depositado en él. Pero siempre, con el trasfondo de
alguna de las tres motivaciones últimas que hemos citado, la codicia, la
ideología de trinchera o el despecho. Y el problema es cómo encaja Snowden en
este esquema. Porque, al menos hasta donde se sabe, no parece que obedezca a
ninguna de estas tres. Snowden había de saber que lo pillarían y que la vida se
la iba a complicar muy seriamente. ¿Por qué, entonces?
Lo curioso del caso Snowden
es, al menos hasta donde sabemos, que no parece adscribible a ninguno de estos
supuestos anteriores. Sólo en la ficción literaria encontramos algún caso
similar. Como el de Maurice Castle en «El Factor Humano» de Graham Greene. Lo
suyo no es adscripción ideológica, aunque trabaje para los soviéticos como
obscuro agente doble cuya función no es otra que la de mero señuelo. Lo de
Castle es más bien una apuesta moral por lo que había visto durante su
estancia en la Sudáfrica del apartheid.
Ni es comunista ni su forzada huida hacia Moscú es el viaje a la soñada patria
socialista. Muy al contrario, él hubiera deseado seguir toda su vida en la
rutina británica de su casa inglesa, con su esposa negra y el hijo de ésta con
un líder antiapartheid asesinado por
la policía sudafricana, a los que había conseguido traer consigo hasta su
adorada Inglaterra. En Castle no hay recompensa alguna, sino huida solitaria
hacia un lugar no deseado. Su única recompensa, en todo caso, hubiera sido que
nunca se descubriera su doble juego, ninguna otra.
(Continuará)
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