Maurice Castle era un
funcionario de bajo rango en los servicios del MI6 británico. Un personaje de
mediana edad, solterón y socialmente hablando sin duda algo misántropo, o como
mínimo solitario; de ideología muy probablemente conservadora y cuya forma de
vida era la típicamente británica, en su variante "clase media funcionarial".
Destinado a Sudáfrica en un puesto menor en la embajada, será testigo del apartheid practicado con la población
negra, una práctica que le repugnará en sus más íntimas convicciones. El
descubrimiento del horror correrá parejo, y vendrá de la mano en buena medida,
a su relación con una joven negra que, a su vez, está embarazada de un líder
antiapartheid que acabará asesinado por los servicios secretos sudafricanos,
con los cuales colaboraban los británicos en el contexto de la guerra fría y el
anticomunismo que le era propio.
Castle consigue salir bien
parado de su aventura sudafricana. De regreso a Inglaterra, lo hace con la
joven y con su hijo, casándose con ella y adoptando legalmente al niño. Su
nivel de vida es relativamente desahogado, adora a la mujer y al hijastro que
constituyen la familia convencional que nunca había tenido. Por convicción
decide reparar en la medida de sus posibilidades la injusticia del apartheid. Y
si los comunistas estaban contra el apartheid, decide colaborar con ellos
convirtiéndose en un modesto agente doble. Su función, como descubrirá al
final, era más bien modesta. Si llegaban a los británicos noticias sobre la
inocua información que él les pasaba a los soviéticos, significaría entonces
que había un infiltrado en el KGB.
Diez o doce años después
de la aventura sudafricana, y a punto de jubilarse, se descubren filtraciones
en la subdirección donde trabaja y, dada su naturaleza, hay dos posibles
sospechosos: él y un joven juerguista con problemas de juego y de alcohol. Para
el MI6 no hay duda. A un lado, un joven soltero y con pretensiones de playboy,
juerguista, jugador y bebedor, cargado de deudas; al otro, un hombre casado, convencional,
hogareño, discreto, establecido y sin otras pretensiones que disfrutar de su
jubilación. Se decide eliminar al joven.
Al entender que la
muerte del joven no ha sido un accidente ni una enfermedad, Castle comprende
que está corriendo un gran peligro y activa los oportunos mecanismos de fuga
convenidos con los soviéticos. Sólo hay una salida: la URSS. Y allí va a parar,
con su vida destrozada y en la esperanza que, cuando las cosas se enfríen, su
esposa y su hijastro puedan reunirse con él en Moscú.
La «traición» de Castle no es por codicia, ni
por ideología, ni por despecho. Castle no es comunista, sino simplemente un
hombre que en un momento fue testigo de una injusticia atroz y decide llevar a
cabo lo único que está en su mano para coadyuvar al fin de esta injusticia. Es
un acto resultado de una decisión que toma de acuerdo con su conciencia, con
sus principios morales. No espera recompensa alguna. Como ya dijimos antes, su
única recompensa es que no se descubra su doble juego, poder seguir con su
apacible vida; enfrente, como alternativa, el desarraigo. Vayamos ahora a por
Snowden.
(Continuará)
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