Hay algo que llama
poderosamente la atención en el caso Snowden, su singularidad. Cierto que desde
Efialtes, los asesinos de Viriato -Audax, Ditalcos y Minuros, recompensados con
el impagable «Roma no paga a traidores»-
o el propio Judas Iscariote, sabemos que la felonía viene inapelablemente incorporada
al ADN humano. Y si hablamos de los servicios de espionaje, su propia lógica,
puesta en relación con la condición humana, parece servir un cocktail
irresistible de forma muy particular. Una particularidad nada baladí, ya que si
por regla general, la felonía consistiría en traicionar la confianza depositada,
en el caso del espionaje más bien parece que consista en burlar la desconfianza
a que, por definición, uno es acreedor por naturaleza.
El caso Snowden plantea
toda una serie de dilemas a diferentes niveles que dan mucho que pensar. Pero
hay algo en él, al menos hasta donde sabemos, que induce a considerarlo inédito
en el panorama del espionaje, el contraespionaje y los cambios de bando a que
este mundillo nos tiene acostumbrados desde la misma noche de los tiempos.
Por regla general, las
deserciones en el mundo del espionaje han ido siempre acompañadas de un
componente interesado que, a la postre, resultaba decisivo a la hora de tomar
la decisión y asumir los riesgos que conllevaba. Un componente interesado,
decíamos, que siempre y con independencia de las «razones» aducidas por el
«felón», nos remiten a la codicia, a la ideología de trinchera o al despecho.
Tres pulsiones humanas... Acaso demasiado humanas, diríamos parafraseando a Nietzsche.
Ejemplos históricos de lo que digo los hay de toda laya en el pasado, como los
hay en la presente y como, sin duda, seguirá habiéndolos en el futuro.
Unos se vendían por dinero, sin más; otros, sin
excluir necesariamente el aspecto crematístico, por ideología de trinchera;
tampoco podemos excluir, finalmente, el despecho de aquél que vio
definitivamente cercenadas sus expectativas. De todo habrá habido, desde
luego que sí.
(Continuará)
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