Con motivo de los 40.000 del «gigabotellón» de ayer en Barcelona, con ingentes daños materiales y humanos todavía por detallar, la burgomaestra Colau, ese referente intelectual y moral de la sedicente izquierda, ha manifestado indignada que es algo mucho peor que incivismo: es vandalismo. Nada que objetar...
dissabte, 25 de setembre del 2021
El Gigabotellón de Barcelona: ¿Por qué "vándalos" y no más bien "cafres"?
dimarts, 10 d’agost del 2021
El sexo de los números
(A propósito del nuevo currículo de Matemáticas de Primaria)
dissabte, 24 de juliol del 2021
dimarts, 29 de juny del 2021
Cuarentenas de antaño, cuarentenas de hogaño...
Observo con asombro algo que
no debería asombrarme a estas alturas: las reacciones que está suscitando el
confinamiento de los grupos del «macrobrote», que se encontraban a la sazón en
Mallorca de instructivo viaje de estudios, entre macrobotellones y macroconciertos
macroconcentrados. Todo muy educativo en tiempos de pandemia. Especialmente
interesantes me resultan tanto la actitud de las familias, aunque no por sorprendente, hay lo que hay, como la de los alumnos afectados, mucho más escalofriante, porque que anuncia que lo que llega ya está aquí. A juzgar por sus declaraciones, no hay ningún indicio de que se hayan enterado todavía del porqué de la cuarentena.
Incluso oí exclamarse a una que por qué ella, si no había ido al botellón, pretendiendo circular libremente mientras los demás permanecen confinados en el mismo hotel. O
sea, que no ha entendido nada. Todo ello sin olvidar a los medios sensacionalistas
que les dan pábulo. El Walter Matthau de ‘Primera Plana’ es un santo varón a su
lado…
Hace años, en un viaje también
de fin de curso, pero a Italia, con unos 80 alumnos, tuve una alumna con un
caso de meningitis y estuvimos confinados en un hotel de Roma durante casi una
semana. Ocurrió en un sábado, y hasta que el lunes el consulado español y la
sanidad italiana nos contactaron, los
tres profesores –dos profesoras y un servidor- que íbamos de acompañantes, tuvimos
que gestionarlo todo durante algo más de 48 horas.
Para empezar, nos tocó
cuestionar el diagnóstico del médico del seguro de la agencia de viajes que
vino al hotel para atenderla. Tras una tan fugaz como poco sagaz inspección, diagnosticó “fatiga”
–stanchezza- y recetó unas pastillitas para que se rehidratara. Si le llegamos
a hacer caso al dottore, la alumna no lo hubiera contado, tal cual.
Como no nos fiamos, la llevamos
en taxi a urgencias del hospital Umberto I, donde se la atendió a la perfección,
la internaron y ya nos dijeron de entrada que tenía todos los números para ser
meningitis. Luego vino un maravilloso tour en taxi por Roma en domingo de
madrugada, a la búsqueda de farmacias de turno donde hacerme con las sulfamidas
necesarias que nos recetaron como prevención, para administrar a toda la
expedición, pero que en el hospital no nos pudieron suministrar. Y controlar
luego los estados de pánico y a aquellos que, una vez se les explicó el carácter
contagioso de la meningitis –habíamos estado todos en el mismo autocar varias
horas-, la dimensión del problema y sus síntomas, empezaron a sentirlos
intensamente, confundiéndolos con los de la resaca que llevaban encima… Salieron
tres o cuatro ambulancias con sendos presuntos contagiados que, afortunadamente, resultaron
padecer solo de un agudo canguelo, sin más consecuencias que las propias de tal síndrome.
El lunes ya intervinieron la
Sanidad pública italiana y el consulado español en Roma. Se nos proporcionaron
las dosis de medicamentos profilácticos necesarias y se nos puso en cuarentena.
He de decir que los alumnos aguantaron admirablemente, con algunas lógicas
excepciones que tuvimos que atajar por lo sano y que se aplacaron rápidamente.
Todo el mundo entendió que estábamos pasando por una situación excepcional, que
las medidas estaban sobradamente justificadas y que esto es lo que había. Y si
alguno no lo entendió, tuvo que actuar como si lo entendiera. Su compañera
internada estaba en aquellos momentos en estado crítico y en coma. Y el riesgo
de contagio existía.
En la villa de origen estaban
mucho más histéricos, y me consta que se contaron auténticas sandeces sobre lo
que nos estaba ocurriendo, sobre la comida y sobre cómo nos la daban; incluso
se dijo que el hotel estaba rodeado de tanquetas del ejército para impedirnos
salir, en fin… Afortunadamente, no había en aquellos tiempos teléfonos móviles
ni internet, así que cada cual a lo suyo y a bregar para salir del trance. Huelga decir que nunca hubo tanques del ejército rodeando el hotel, ni siquiera
carabinieri. Pero el caso es que el ejército italiano sí tuvo algo que ver en
todo esto, aunque no en el sentido que algunos familiares de los alumnos
imaginaron en sus delirios de lejanía.
La revisión y la inspección médica
la llevó a cabo la sanidad militar, y vino un equipo de médicos militares al
hotel para realizar el oportuno chequeo. Al mando estaba un muy educado y
simpático coronel médico. Al final de la revisión, que duró unas cuantas horas,
me aseguró que no había ningún caso y que nos podía dar el alta para que
volviéramos a España. Me preguntó entonces si antes de los cuatro días que ya
llevábamos de cuarentena, los “ragazzi” habían
podido visitar Roma. Le respondí que no, que había sido llegar y besar el santo,
pero no el de la Basílica de San Pedro precisamente. Entonces me sugirió que
podía alargarnos la cuarentena, impidiéndonos salir del país un par de días
más, pero autorizándonos por escrito a salir del hotel. En otras palabras:
confinados en Roma. Así, me dijo, podrán conocer esta bella ciudad y se resarcirán
del encierro. Le dije que muchas gracias por su comprensión y así lo hizo.
Los alumnos nunca supieron que
si disfrutaron de estos dos días de propina en Roma fue gracias a este amable y
comprensivo coronel. Querían quedarse, pero en sus casas los querían de vuelta
ya, y alguno se hubiera ido inevitablemente de la lengua al regresar. Así que
tampoco era cuestión de proclamarlo a los cuatro vientos, no fuere yo a tener
problemas luego. En realidad, ni siquiera recuerdo si se lo comenté a las dos
profesoras que venían en el viaje. Creo que no. Eran más proclives a regresar
inmediatamente. La versión oficial fue que el coronel se había mantenido
inflexible en lo de la cuarentena, pero que había conseguido que accediera a
dejarnos salir por Roma. Para el caso era lo mismo…
A mí me pareció que los
chavales se lo merecían, por como se habían comportado y por la que les había
caído, así que actué en consecuencia. Estuvimos enseñándoles Roma los dos días
siguientes y al tercero tomamos el avión de vuelta hacia Barcelona. La chica
contagiada estuvo dos semanas internada, hasta que le dieron el alta y regresó
completamente restablecida. Vaya también por delante mi agradecimiento al
Hospital Umberto I, a la dirección y personal del hotel donde estuvimos, al
consulado español y a la sanidad militar italiana que nos atendió, a todos ellos
por el exquisito trato que en todo momento nos dispensaron. Eso sí, al dottore
del seguro, un homenaje a su ojo clínico… Así concluyó el tema, y aquí paz y
allá gloria…
En el caso del actual macrobrote
y la cuarentena en un Hotel de Mallorca, se quejan en cambio sin que parezca
que hayan entendido todavía por qué están ahí, como si lo que llevamos año y
medio aguantando no fuera con ellos. Tampoco para sus padres y madres, al menos
los que salen en los medios, despotricando y exigiendo vesánicamente a la
Administración que se los devuelva como si los tuviera secuestrados. Aunque
tampoco parece que lo estén pasando tan mal, según cuentan, al menos algunos,
pues también corre por ahí que el hotel se ha convertido en algo así como en una recreación de la novela ‘El señor de las moscas’. Eso dicen al
menos, y la verdad es que no me extraña, visto lo visto.
Ignoro la actuación de la
Administración, pero no me parece de recibo que todo el mundo se queje de que
se les mantenga en cuarentena como si se tratara de un secuestro con violencia. Lo
irresponsable sería lo contrario. Y, eso sí, creo que lo que más les convendría a estos chavales son un par o tres de días en Mallorca cuando les den el alta, para conocerla
sin conciertos ni botellones, que también vale la pena, aunque no sea Roma, y
como mínimo podrían sacar alguna serena lección de la experiencia, o al menos reflexionar conjuntamente sobre ella. Pero no
caerá esa breva.
Lo más probable es que no les
interese para nada. Además, seguro que ya están los aeropuertos llenos de emboscados
para levantar acta de los lacrimógenos aterrizajes y los almibarados
reencuentros con que nos saturarán en los noticiarios, contándonos lo mal que
les ha ido y lo peor que los han tratado, aunque no lo pésimo de su propio
comportamiento, tanto padres como hijos. Al menos, ya digo, los que aparecen en
los medios perorando como energúmenos.
En fin, o tempora o mores. Claro que mis alumnos eran de 3º de BUP y de 5º de FP, es decir, unos privilegiados de la pública. Ahora no, ahora todos somos iguales.
dimarts, 15 de juny del 2021
Cui prodest scelus, is fecit
Con las leyes educativas viene
ocurriendo (aparentemente) lo contrario que con la mal llamada «ley» d’Hondt.
En educación se dice que
tenemos una buena ley, porque si asegura la escolarización obligatoria y
gratuita hasta los 16 años –o hasta los 18- y promete la erradicación del
fracaso escolar, con tan altos principios no puede ser mala. Lo que ocurre es
que su aplicación choca con imponderables como la falta de presupuestos, la
poca formación pedagógica de los docentes, las inercias memorísticas… que la
próxima innovación superará definitivamente. Es decir, la culpa no es de la
ley, sino de los hechos.
Con la «ley» d’Hondt, en
cambio, el recorrido es (aparentemente) inverso. Se salva a los hechos –los
supuestos datos objetivos- y se la acusa de ser la culpable de los desajustes
en la adjudicación proporcional de representantes según los votos obtenidos por
cada formación concurrente en unos comicios.
Así, según la opinión publicada
que conforma la opinión pública, tenemos en un caso una buena ley (educativa) y
unos hechos rebeldes que hay que atajar; en el otro, una mala ley (electoral)
que adultera unos hechos, unos datos cuantitativamente inobjetables, y vulnera
el principio de proporcionalidad en la representación, según el cual todos los
votos valen lo mismo.
Pues va a ser que no, ni lo
uno, ni lo otro.
Empecemos con la «ley» d’Hondt.
No es una ley, sino un sistema, un método bastante simple, en el cual la
operación más complicada es la división, que fija proporcionalmente la
representación según los votos obtenidos por cada formación, siendo estos votos
unos datos agrupados de acuerdo con un criterio previo al cual el método d’Hondt
es completamente ajeno. Porque si Madrid tiene 37 escaños y Soria 2 –lo cual
arroja 18,5 veces más representantes-, pero 76,5 veces más población, este
desajuste no se debe al señor D’Hondt, sino a una ley electoral –ahora sí, ley-
que ha establecido circunscripciones electorales uniprovinciales y les ha
adjudicado arbitrariamente una representación arbitrariamente desigual.
Añadamos a esto que con 2, 3 o 4 escaños por unidad electoral, la
proporcionalidad resultante es inevitablemente deficiente. Lo que falla es el
criterio con que la ley establece el escenario, pero no el método d’Hondt, que
se limita a tratar unos datos previamente agrupados y nunca neutros. Las
matemáticas no hacen milagros, eso queda para la pedagogía.
Y en educación, lo mismo. La
falacia consiste en los criterios que regulan la disposición del escenario en
que los principios educativos deberían llevarse a cabo, por medio de unos
modelos pedagógicos erróneos que dicen subsumirlos, cuya aplicación genera toda
una serie de disfunciones que deterioran y vician de forma la praxis educativa,
degradando la realidad; porque se ha construido una ficción sobre ella que, por
falta de «adequatio», no puede ir más
allá de su fase teórica, por decirlo benévolamente. Tampoco aquí la realidad es
neutra, lo que ocurre es precisamente que se resiste a amoldarse a los
criterios que se le imponen contra natura,
por aberrantes.
Pero seguimos con los mantras
de siempre. La culpable del mal reparto de escaños es la «ley» d’Hondt; y la
del desastre educativo, una realidad que no se adecua al escenario impuesto por
una ley educativa que, animada como está por tan altos principios, su sola mención
exime de cualquier culpa y exige acatamiento incondicional.
dijous, 10 de juny del 2021
dimecres, 2 de juny del 2021
Sobre 'Prohibido aprender' (Andreu Navarra, Anagrama 2021)
Siempre se puede discutir
sobre el alcance real del impacto que las leyes educativas tienen en el ámbito
sobre el cual legislan, es decir, en la escuela, entendida en su sentido más
genérico. Los hay que entienden dicho impacto como tenue, incluso prácticamente irrelevante;
porque lo que cuenta de verdad es la dinámica educativa, su propia lógica y las
bases sobre las cuales se asienta; otros las consideran en cambio decisivas y
determinantes por su influjo sobre el sistema educativo. Puede que en última
instancia dependa de las leyes en cuestión. Es posible que en otros pagos la
legislación se atenga al mero acompañamiento de la realidad educativa y a la facilitación
del sentido común. No es este el caso de España, como lo demuestra
fehacientemente Andreu Navarra en su estupendo y, por ahora, último libro, con
el impactante, pero certero título de ‘Prohibido aprender’ (Anagrama, 2021).
Ciertamente, desde la
promulgación de la LOGSE hace ya treinta y un años, las leyes educativas que se
han ido sucediendo han sido intrusivas, intervencionistas y socialmente
agresivas. Y su impacto sobre la realidad del sistema educativo, brutal. Esto
es ni más ni menos lo que se infiere del documentado repaso que Navarra hace de
estas leyes y de sus negativos efectos, muy especialmente sobre la práctica
docente cotidiana, en el día a día del aula, siempre tan alejada de los
suntuosos despachos donde los expertos educativos pergeñan sus leyes y
normativas.
Para entendernos, si pensamos
en una ley sanitaria, más o menos todo el mundo puede comprender que, en lo que
incumbe a la administración, se trata de dotar al país de hospitales y
equipamientos para que los médicos puedan hacer en las mejores condiciones
posibles su trabajo, a saber, curar a sus pacientes, que es lo que les compete.
Y digo “compete” porque quienes son «competentes» en esta materia son los
médicos. Es decir, los profesionales que saben «qué» hay que hacer y «cómo»
hacerlo. Esto es, en un sentido pleno del término «competencia» -pericia, como
nos recuerda Navarra-, que poco o nada tiene que ver con la acepción de uso más
sesgado usual en la idioléctica jerga psicopedagógica; exactamente en la misma
medida que, en su momento, el desplazamiento de las nociones de «instrucción» o
«enseñanza» por la más genérica de «educación», consistió simplemente en
convertir esta última en el totum revolutum de
la noche en que todos los gatos son pardos, por amputación de uno de sus campos
de significado, el que correspondía precisamente al dominio de la escuela:
enseñar, instruir.
A nadie se le pasaría por la
cabeza, o de pasársele lo consideraría un desatino si está en sus cabales, que una
ley de sanidad prohibiera a los médicos realizar transfusiones de sangre,
porque una determinada creencia religiosa, elevada a la categoría de dogma
oficial por la propia ley, considere tales prácticas una violación de las leyes
divinas o naturales. O imaginemos, otro dislate, que dicha ley impusiera como
única praxis médica posible aquella basada en las teorías homeopáticas.
Pues esto, o su equivalente en
el ámbito de desatinos educativos, es lo que ocurre en educación, y lo que han
estado impulsando las leyes que repasa Navarra en su libro. Es decir, cómo las
leyes educativas han perpetrado auténticos despropósitos, cuyo resultado ha
sido la proliferación de guetos escolares expresados brillantemente en un
título que refleja la paupérrima realidad educativa actual: prohibido aprender.
En definitiva, un interesantísimo e imprescindible abordaje sin concesiones al «espíritu» de unas leyes que nos han llevado al erial educativo que estamos padeciendo, sin que, por ahora al menos, se atisbe solución de continuidad.
dimecres, 12 de maig del 2021
Sobre 'El informe Ohlendorf', de Jorge Sánchez
Pocos días antes de partir
hacia Alemania para pasar las Navidades con su familia, Daniela Meckler, una
profesora de literatura que trabaja en la universidad norteamericana de Boise
(Idaho), recibe de un editor arruinado unos manuscritos con la transcripción de
los interrogatorios que un oficial de la inteligencia norteamericana mantuvo
con Otto Ohlendorf, un criminal de guerra nazi procesado en los juicios de
Nüremberg y posteriormente condenado a morir en la horca. Daniela, que colabora
también con una pequeña editorial alemana como asesora literaria, deberá valorar
su eventual publicación.
La protagonista empezará a
leer el manuscrito durante el vuelo y lo completará en los ratos libres de su
estancia navideña en Alemania. La coincidencia sincrónica entre la lectura del
texto y su «regreso» a Alemania, se superponen, proyectándose el pasado sobre
un presente acomodado que ha corrido el tupido velo del olvido: el nazismo, la
guerra, el holocausto...
‘El informe Ohlendorf’ transcurre
sobre estas dos líneas argumentales, la pretérita, descrita en los manuscritos
que Daniela va leyendo, y la presente, con unas en principio rutinarias
vacaciones navideñas que acabarán orbitando alrededor de estos manuscritos. En
el pasado, un exjefe de Einsatzgruppen, responsable directo de la muerte de
como mínimo 90.000 personas, que se defiende
y autovindica moralmente desde la asunción de unos crímenes que, aun
reconociéndolos como tales, considera justificados.
En el presente, tres
generaciones de alemanes, la de los abuelos, la de los padres y la de los hijos,
y sus relaciones con este pasado. La de los abuelos, que hicieron o vivieron la
guerra, que no recuerda; la de los padres, los hijos de la guerra y la
posguerra, que no sabe –tampoco es una metáfora que sea la generación presencialmente
ausente de la narración, solo indirectamente presente en ella-; y la de los
nietos, que no se hace preguntas más allá de los lugares comunes tácitamente
asumidos, sin cuestionarlos.
Porque en realidad, ni Daniela
ni ninguno de sus coetáneos generacionales, todos ellos entre los treinta y
muchos y los cincuenta y tantos, se plantea seriamente qué ocurrió, cómo fue
posible llegar al horror y por qué se corrió luego este tupido velo. Esto lo
hace magistralmente el autor, no solo a partir de las argumentaciones de
Ohlendorf u otros nazis históricos que van apareciendo, sino también a partir
de los personajes literarios, convirtiendo la novela también en un ensayo.
Algunos de los personajes
coetáneos de Daniela evocan raíces claramente sesentayochistas, con los
sedimentos nostálgicos propios de la juventud dejada atrás. Pero desde su más
que probable militancia ecologista o de izquierdismo teórico de manual, desde el tópico en que viven, ignoran u obvian las
raíces nazis perfectamente rastreables, por ejemplo, en el movimiento de los
«Verdes», o que uno de sus fundadores, Gerd Bastian, era un ex general de la
RFA con sospechosas veleidades nazis.
No es solo una anécdota, sino
más bien una categoría. Un retrato sociológico de la Alemania actual en
relación con su pasado aún reciente. El propio Jorge Sánchez recordó en la
presentación del libro cómo un conocido suyo alemán, de irreprochable
trayectoria izquierdista, trivializaba en última instancia el holocausto
incardinándolo en la famosa expresión que sirve igual para un roto que para un
descosido: “al fin y al cabo, no
deberíamos olvidar que era una guerra…”. Si, cierto, era una guerra y no unos
juegos florales. Pero también parece claro que integrando el holocausto en el
todo de la guerra, se elude afrontarlo como en la noche que todos los gatos son
pardos.
El informe Ohlendorf es en
cierto modo la otra cara de la «banalidad del mal» que detectó Hanna Arendt en
su ‘Eichmann en Jerusalén’. Tampoco Daniela se enfrenta a Ohlendorf como Hanna
Arendt se enfrentó a Eichmann, ni lo pretende. Aquí la banalidad, de caer en
algún lado, sería precisamente en el de Daniela, para quien la mayor
preocupación es si el manuscrito es publicable. Como banal y tópica es su
reacción frente a las posibles concomitancias de su abuela y una amiga de esta
con el régimen nazi; tal vez no ideológicamente, pero sí al menos
sociológicamente.
Ohlendorf, por su parte, no es
en modo alguno un personaje banal; tampoco se limita, a diferencia de Eichmann,
a exculparse en el cumplimiento de las órdenes que reconocía haber recibido y
que ejecutó consciente y «responsablemente». Se trata de un oficial de las SS que
se construyó un personaje que pugnaba por asociarse en cierto modo a esta
estética tan germánica del superhombre nietzscheano, acaso paradigmáticamente
ejemplificada por Ernst Jünger; eso sí, con substanciales diferencias. Entre
ellas, la de cruzar la línea que le convierte a uno en criminal de guerra, que
Jünger nunca cruzó. Aunque sí compartían otra característica: ninguno sucumbió
al «carisma» de Hitler.
Si Hitler era para Jünger
«Kniébolo» y los nazis los «lémures», Himmler, Heydrich o el propio Hitler eran
para Ohlendorf unos gañanes que habían prostituido el auténtico ideal
nacional-socialista de primera hora al cual seguía adscrito. Lo más probable es
que a Jünger la figura de Ohlendorf le resultara profundamente aborrecible.
Porque el superhombre no se legitima en ninguna religión. Frente a la banalidad
del mal encarnada por Eichmann, o al displicente desprecio por él de Jünger,
Ohlendorf representa su subordinación instrumental a un ideal superior, el
nacional-socialismo como nueva moral de la era postcristiana.
En este sentido, Ohlendorf se
presenta a sí mismo, conscientemente o no, como la réplica nazi del Abraham
bíblico. Si este estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac porque así se lo
había ordenado Dios; Ohlendorf hizo lo propio con los judíos, solo que en su
caso no era una prueba, sino una ordalía que exigía su efectivo cumplimiento.
Heteronomía moral en cualquier caso, llevada hasta sus últimos extremos, mucho
más allá de lo humano, ya sea en la esfera de la semidivinidad en la que creía
situarse, o, más bien, en la de la bestialidad.
Un libro, en resumen, altamente recomendable que nos pone no solo frente a un execrable criminal nazi, sino también frente a nosotros mismos.
dijous, 6 de maig del 2021
Pongamos que hablo de Madrid
No pretendo sentar cátedra ni nada por el estilo, solo aportar unas breves reflexiones sobre el descalabro de la izquierda en la reciente «batalla de Madrid», que me parece muy significativo, no tanto porque pueda marcar tendencia, que también, sino por la ramplona y meramente epidérmica «autocrítica» que ha suscitado en sus protagonistas. No es solo un problema de Madrid, sino de mucho más alcance. Parece que la «izquierda» oficial y realmente existente no entiende el porqué de un batacazo que, por otro lado, estaba más que anunciado. Y no lo entiende porque carece de categorías para entenderlo.
1) 1.- Hace mucho tiempo que la izquierda ha
abandonado lo social por lo cultural, o lo que es lo mismo, ha pasado del
socialismo al culturalismo, en un pobre remedo de Gramsci. Algunos deberían releerlo
urgentemente.
2) 2.- La derecha puede desprenderse de sus ropajes
ilustrados, o de los que más le molesten, y seguir siendo derecha; basta para
ello que se remita a lo estrictamente económico. La izquierda, en cambio, sin
la Ilustración es como el emperador desnudo, víctima de sus propias quimeras.
3) 3.- No se puede reaccionar airadamente ni reprochar
a la ciudadanía que esté alienada o que no haya entendido su relato porque es
«tonta». Al contrario, lo más probable es que la población haya entendido
perfectamente lo que se estaba ventilando.
4) 4.- La cuestión no es el resultado de estas recientes
elecciones, sino cómo se ha llegado a ellas desde una arraigada deriva de la
izquierda hacia la negatividad meramente nihilista, que no hegeliana ni
marxiana. El problema es una(s) izquierda(s) cuyo(s) relato(s) carece(n) de
discurso.
5.- El problema no es tampoco la mayor o menor radicalidad del relato –postureo en definitiva-, sino la solvencia del discurso. Sin discurso no hay relato, sino «relatos» dispersos que no remiten sino a sí mismos; precisamente todo lo contrario de lo que debería representar la izquierda. Y desde hace demasiado tiempo, en la izquierda no hay discurso, solo relatos.