Con las leyes educativas viene
ocurriendo (aparentemente) lo contrario que con la mal llamada «ley» d’Hondt.
En educación se dice que
tenemos una buena ley, porque si asegura la escolarización obligatoria y
gratuita hasta los 16 años –o hasta los 18- y promete la erradicación del
fracaso escolar, con tan altos principios no puede ser mala. Lo que ocurre es
que su aplicación choca con imponderables como la falta de presupuestos, la
poca formación pedagógica de los docentes, las inercias memorísticas… que la
próxima innovación superará definitivamente. Es decir, la culpa no es de la
ley, sino de los hechos.
Con la «ley» d’Hondt, en
cambio, el recorrido es (aparentemente) inverso. Se salva a los hechos –los
supuestos datos objetivos- y se la acusa de ser la culpable de los desajustes
en la adjudicación proporcional de representantes según los votos obtenidos por
cada formación concurrente en unos comicios.
Así, según la opinión publicada
que conforma la opinión pública, tenemos en un caso una buena ley (educativa) y
unos hechos rebeldes que hay que atajar; en el otro, una mala ley (electoral)
que adultera unos hechos, unos datos cuantitativamente inobjetables, y vulnera
el principio de proporcionalidad en la representación, según el cual todos los
votos valen lo mismo.
Pues va a ser que no, ni lo
uno, ni lo otro.
Empecemos con la «ley» d’Hondt.
No es una ley, sino un sistema, un método bastante simple, en el cual la
operación más complicada es la división, que fija proporcionalmente la
representación según los votos obtenidos por cada formación, siendo estos votos
unos datos agrupados de acuerdo con un criterio previo al cual el método d’Hondt
es completamente ajeno. Porque si Madrid tiene 37 escaños y Soria 2 –lo cual
arroja 18,5 veces más representantes-, pero 76,5 veces más población, este
desajuste no se debe al señor D’Hondt, sino a una ley electoral –ahora sí, ley-
que ha establecido circunscripciones electorales uniprovinciales y les ha
adjudicado arbitrariamente una representación arbitrariamente desigual.
Añadamos a esto que con 2, 3 o 4 escaños por unidad electoral, la
proporcionalidad resultante es inevitablemente deficiente. Lo que falla es el
criterio con que la ley establece el escenario, pero no el método d’Hondt, que
se limita a tratar unos datos previamente agrupados y nunca neutros. Las
matemáticas no hacen milagros, eso queda para la pedagogía.
Y en educación, lo mismo. La
falacia consiste en los criterios que regulan la disposición del escenario en
que los principios educativos deberían llevarse a cabo, por medio de unos
modelos pedagógicos erróneos que dicen subsumirlos, cuya aplicación genera toda
una serie de disfunciones que deterioran y vician de forma la praxis educativa,
degradando la realidad; porque se ha construido una ficción sobre ella que, por
falta de «adequatio», no puede ir más
allá de su fase teórica, por decirlo benévolamente. Tampoco aquí la realidad es
neutra, lo que ocurre es precisamente que se resiste a amoldarse a los
criterios que se le imponen contra natura,
por aberrantes.
Pero seguimos con los mantras
de siempre. La culpable del mal reparto de escaños es la «ley» d’Hondt; y la
del desastre educativo, una realidad que no se adecua al escenario impuesto por
una ley educativa que, animada como está por tan altos principios, su sola mención
exime de cualquier culpa y exige acatamiento incondicional.
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