dilluns, 16 d’octubre del 2017

De la utopía a la distopía



William I. Thomas (1863’1947) formuló en 1928 el principio que lleva su nombre: «Si las personas definen situaciones como reales, éstas son reales en sus consecuencias». Desde una lectura leve, o líquida –por no decir grosera-, este enunciado podría entenderse como una legitimación y hasta una auténtica apología del discurso de la posverdad. Pero lo que se nos está diciendo es algo muy distinto: la verdad, lo real, no lo es por más que alguien así lo decrete volitivamente; lo fenoménico -los «hechos»- sigue prevaleciendo y entrometiéndose en nuestras definiciones. Y entonces reaparecen el viejo Aristóteles y su teoría de la adequatio. Son los enunciados los que se han de adecuar al estado de cosas, a la situación que se pretende definir. Y si no se produce esta adecuación, entonces se está incurriendo en un error.

La verdad del relato construido sólo lo es en otro orden: es verdad que subjetivamente, o intersubjetivamente, éste es mi relato, o nuestro relato, pero poca cosa más. Alguien puede decir que está lloviendo ante un sol radiante. Será verdad que ha dicho que está lloviendo, pero si no llueve, se trata de un enunciado falso. El enunciante podrá estar convencido de que, efectivamente, está lloviendo; o también puede que pretenda hacérselo creer a otros, con cualesquiera finalidades. Y dicha verdad lo es ciertamente en sus consecuencias. Si pienso que llueve, y soy aprensivo en temas lluvia, no saldré de casa y dejaré de hacer lo que tenía previsto para el día –una entrevista de trabajo, por ejemplo-, o saldré a la calle vestido con un impermeable y un paraguas innecesarios –en cuyo caso en la entrevista me tomarán por un chalado-.

En otros ámbitos de más trascendencia, como el de la política, el recorrido de este tipo de relatos suele resolverse, en sus consecuencias, en el trayecto que va de la utopía a la distopía. Siempre proporcionalmente con la intensidad del relato. Definir como real una situación que no se corresponde con la «realidad» de los hechos, comporta partir de unos presupuestos que determinarán una definición falsa de la estructura de estos hechos, desde la consideración autorreferencial de la propia posición, hasta la percepción distorsionada de esta propia posición en el contexto de correlación de fuerzas que se corresponda con la estructura de esta realidad, lo cual, por lo general, acarrea consecuencias que no son las esperadas ni las anunciadas, sino con frecuencia contrarias.

Esto es precisamente lo que está ocurriendo con el «procés», cuya presente fase está ahora a punto de culminar. Se definió como real una situación a partir de un relato que acabó tenido como real por una buena parte del cuerpo social. Y como tal, está deviniendo real en sus consecuencias.

Un relato ciertamente mucho más complejo que el de un pobre chalado con fobia a la lluvia. Aquí se trata de un relato con sus respectivos discursos histórico, político, cultural, económico e identitario, que se ha ido imponiendo como pensamiento único, y cuyas consecuencias ya estamos viendo que no serán la llegada de la utopía en forma de República catalana independiente, sino otras más bien distópicas y de signo contrario. Incluso si llegara la República catalana.

Estábamos en una revolución de las sonrisas, mientras sonrientes y «reputados» economistas, productores culturales, activistas, políticos, ideólogos, sicofantes de toda laya y, en general, gente encantada de haberse conocido, nos la definían como la más deseable de las buenas nuevas que en el mundo han sido. Difícil sustraerse a ella para quienes creyeran en su viabilidad. Una viabilidad que formaba parte axiomática del relato y que, se decía, estaba perfectamente encarrilada. Las empresas internacionales se iban a dar de bofetadas para asentarse en esta nueva y emancipada tierra de promisión. Estaríamos automáticamente en la Unión Europea -¡cómo no, siendo carolingios!-. El dinero abundaría porque con los dieciséis mil millones que «Espanya ens roba», ataríamos a los perros con longanizas. Todos los países relevantes del orden mundial nos iban a reconocer automáticamente y a dar la bienvenida. El mundo estaba pendiente de Cataluña y de la realización de su destino manifiesto. ¿Y el Estado español, qué iba a hacer? ¿Pues qué va a poder hacer? ¡Nada! Porque nada se puede hacer frente a la mayoritaria voluntad de un pueblo ocupado decidido a (re)tomar las riendas de su destino. En el siglo XXI las cosas no se pueden resolver con la violencia, sino con la democracia, así que a votar el 1-O...

Todas estas cosas, y muchas más del mismo tenor, se han dicho una y otra vez desde las más variadas instancias. Basta con consultar las hemerotecas. Oponerse a cualquiera de ellas, o tan solo matizarla, significaba ser arrojado a las tinieblas del espacio exterior, al reino de los réprobos.  O al de los renegados.

Pero ahora resulta que en lugar de venir aquí todas las empresas del mundo, se han ido ya cerca de seiscientas; que Europa no está por la labor, ni ningún otro país relevante; que lo único que puso en el candelero internacional a Cataluña fue la torpeza del gobierno al mandar a la policía a reprimir una carnavalada que ni Maduro se hubiera atrevido a organizar; que tampoco esto de la voluntad mayoritaria del pueblo catalán es así a menos que estemos ante las matemáticas de Alicia en el país de las maravillas; que resulta que el Estado sí está dispuesto a hacer algo y el artículo 155 de la Constitución ya pende como la espada de Damocles…

Cada vez parece más claro que la denominada «desconexión» era sobre todo, más que con España, con la realidad. Y ahora, sin que se sepa aún si se declaró la independencia o no, nada hace pensar que vaya a llegar la utopía que algunos irresponsables y desaprensivos prometían, encima, como independencia «low cost», todo de buen rollete.
Alguien debería haberles explicado que la independencia low cost no existe. Pero desde el relato definido como real, intersubjetivamente, por la mayor parte de los independentistas, no es así, excepto, claro, en sus consecuencias.

2 comentaris:

  1. Xavier: todas esas objeciones a la fábula independentista las conocíamos muchos y habían sido formuladas, bien que con sordina o por voces de poca audiencia. Desde mediados de septiembre a estos días, poderosísimos medios que en su día incluso llegaron a abogar por el diálogo con Mas o hasta con Puigdemont se han descolgado con una exhaustiva información sobre las falsificaciones del "prusés". ¿Por qué ahora? ¿Por qué no lo hicieron cuando hubiera servido para impedir el crecimiento de esta locura? Son preguntas que uno no entiende por qué tenemos que haber llegado a formulárnoslas, como esta otra: ¿por qué ha tenido que esperar la justicia hasta 2017 para interesarse por las graves manipulaciones y abusos que llevan décadas ocurriendo en la enseñanza catalana?

    ResponElimina
  2. Porque aquí -me refiero a la piel de toro enterita- cada cual ha funcionado con su propio relato, siendo al final el Relato una superposición posverdadera de correlatos que, aun desde la negatividad, encajaban simétricamente unos con otros. No nos engañemos, Guachimán: el anticatalanismo, entendido ramplonamente como genérica anticatalanidad, ha sido rentable en votos para muchos de los que ahora se rasgan las vestiduras, y también para aquellos a los que sirvió para reforzar su discurso identitario. No es que no haya habido capacidad de comunicar, sino que no hubo el menor interés en hacerlo, por ningún lado. Lo más, mercadeo de votos para un quítame allá estas investiduras, aquí, allá y acullá... y cada cual a lo suyo. Y para ambos, azuzando a sus respectivas parroquias contra los agravios del otro, miel sobre hojuelas. Es el cortoplacismo de la demagogia que ha campado a sus anchas por todo el país, y con las voces de la sensatez intencionadamente silenciadas, ninguneadas y caricaturizadas en ambos lados. Aquí nadie es inocente, Guachimán, o casi nadie. Saludos y un abrazo.

    ResponElimina