Sorprende constatar como los
casos de corrupción entre miembros de las élites nacionalistas catalanas no
suscitan, entre sus acólitos, la indignación ni la vergüenza que, supone uno,
sería de menester en estos trances. Muy al contrario, desde los Cullell, Roma,
Millet, Montull, Macià Alavedra y Prenafeta, por citar algunos casos ya
lejanos, y sin olvidar el tema «Banca Catalana», hasta los más recientes, cuyos
nombres es innecesario citar dada su actualidad, la reacción que tales
escándalos suscita entre los acólitos más bien parece ser la de considerar a
los interfectos como víctimas de arteras maniobras urdidas desde lóbregos
despachos estatales, sin que, al menos aparentemente, proceda valorar la
veracidad o no de las acusaciones. Y, la verdad, esto da que pensar.
Que todos los nacionalismos
beben de fuentes teológicas es algo sabido, incluso en aquellos casos, como el
francés, donde el tránsito del Ancien Régime a la "Nación" fue
violento. No hemos de olvidar que fue la "Nación" quien condenó a
muerte a Luis Capeto -Luis XVI antes de ser destituido de su condición real-.
En otros casos -Hegel y sus "afinidades electivas"- lo que se produjo
fue una progresiva síntesis entre el nacionalismo y la teología cristiana de la
historia, convirtiéndose la monarquía en la fuente de legitimidad que da carta
de naturaleza histórica al Volksgeist como predicado de la Nación. El salto
cualitativo será, con variantes según el caso, el paso de la noción de súbdito
a la de ciudadano. Y el estado de derecho, claro.
En realidad, nada más
alejado del nacionalismo que la monarquía de origen divino. Los zaristas no
eran nacionalistas, sino sus más acérrimos enemigos. Y lo mismo podríamos decir
de los absolutistas partidarios de Fernando VII y los carlistas, o de la Vendée
durante la revolución francesa. Pero más allá de como cada país metabolizó su
tránsito del antiguo régimen a la modernidad, una cosa es cierta, el cambio supuso también un cambio moral. Que se levó por delante la moral religiosa, como correlato del un modelo que era la
fundamentación y legitimación del orden de cosas propio antiguo régimen. Una
moral que, por entonces, era incompatible con el estado de derecho que pugnaba
por abrirse paso.
Viene esto a propósito de
la carencia que a uno le parece detectar en la moral propia del
nacionalismo catalán, que no parece haber transcurrido por este tránsito al que
más arriba aludía, el del antiguo régimen al del estado de derecho, acaso
debido a que nunca constituyó un estado propio. Me refiero a la mirada
hagiológica que proyecta hacia sus prohombres; a la necesidad de tener la
certeza de estar dirigidos por líderes carismáticos. Más aun: proféticos y en
trance de apoteosis, por más mediocres que puedan ser. Incluso hacia aquellos miembros de la curia nacionalista cuyas
sombras morales son mucho más que indiciarias.
Es evidente que desde una
perspectiva partidista, y más teniendo en cuenta como está de revuelto el
gallinero político en estos tiempos, frente a cualquier acusación de corrupción
a alguien de propio partido o grupo, aquí la respuesta inmediata acostumbra a
ser aquello tan famoso del "tú, más".
Y es bien cierto que no sé encontrar a nadie que se escape de este tropismo tan
gregario como hipócrita. Pero en el caso del nacionalismo catalán hay, pienso
yo, algo más, una diferencia cualitativa que remite al corrupto, sin que sea
ello tampoco exactamente una disculpa, a la condición de víctima de algún tipo
de contubernio tramado y orquestado necesariamente por el enemigo: el estado
español y el nacionalismo español. Y cito a ambos habida cuenta de la
incapacidad del nacionalismo catalán para distinguir, siquiera analíticamente,
lo uno de lo otro.
Tengo para mí que el
concepto de fondo que la curia nacionalista ha sabido imponer como hegemónico
es que tiene encomendada una misión histórica providencial, con todo lo que
esto conlleva. Por ello, el tratamiento que los feligreses dan a sus prelados corruptos
va más allá de la simple solidaridad grupal frente a grupos o facciones
rivales. Da igual que la denuncia provenga de algún rotativo caracterizado por
su animosidad hacia el nacionalismo, de un juez o de una desertora que se
vendió a la líder de un partido político enemigo en una conversación de
restaurante. La sospecha siempre recae sobre el mensajero, nunca sobre el
mensaje, cuya credibilidad no ha lugar ni tan sólo a ponderar o sopesar.
Si lo analizamos desde este
prisma, la diferencia entre los igualmente múltiples casos de corrupción que se
han dado en el PP o en el PSOE y el tratamiento que a la postre han recibido de
sus propios camaradas cuando su culpabilidad era ya incontestable, frente a
como desde el nacionalismo se ha tratado a los suyos puestos en idéntica
tesitura, tal vez radique en esta consideración de pertenencia a una curia investida de la autoridad moral que le confiere estar llevando a cabo una
misión providencial. El problema no es la acusación, sino el desacato que
supone acusar a un dignatario de cuyos designios depende el destino de una
nación.
En este sentido, se parece
bastante a la idea católica sobre los sacerdotes de conducta y prácticas
moralmente reprobables. Hasta el más ingenuo y simplón de los creyentes
católicos de todas las épocas ha sabido que no todos los curas y prelados son,
digámoslo así, «buenas personas», y que contra más arriba jerárquicamente
hablando, más corrupción. Ni la más estricta de la fe del carbonero se escapa a
esta certeza. Cierto que hay curas «malos», pero están investidos por la Iglesia
y la Iglesia es «buena». Es la institución lo que cuenta, en tanto que
depositaria de un mensaje y una misión. Además, si un sacerdote ha sido
debidamente ordenado, tiene capacidad para consagrar, ya sea o no buena persona.
Porque es un sacerdote y un sacerdote es un representante de Dios. Y si alguien
ha de tomar medidas, sólo la propia Iglesia puede hacerlo, si lo considera
oportuno. Nunca el brazo secular.
Esta es, en mi opinión,
la mirada hagiológica que las masas nacionalistas proyectan sobre sus élites
dirigentes. Que esta mirada haya sido inducida por las propias élites es, en lo
que aquí nos atañe, irrelevante, porque forma parte del propio mensaje. Es
implícito al discurso. Un discurso icónicamente e intelectualmente más afín al
modelo providencialista que al imperio de la ley propio del estado de derecho.
En definitiva, y por más aderezos con que se pretenda sazonar, un discurso
preilustrado. No puedo verlo de otra manera.
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