dimarts, 2 de juliol del 2013

EL HAGIOGRAMA NACIONALISTA Y LA MIRADA A LA CORRUPCIÓN



Sorprende constatar como los casos de corrupción entre miembros de las élites nacionalistas catalanas no suscitan, entre sus acólitos, la indignación ni la vergüenza que, supone uno, sería de menester en estos trances. Muy al contrario, desde los Cullell, Roma, Millet, Montull, Macià Alavedra y Prenafeta, por citar algunos casos ya lejanos, y sin olvidar el tema «Banca Catalana», hasta los más recientes, cuyos nombres es innecesario citar dada su actualidad, la reacción que tales escándalos suscita entre los acólitos más bien parece ser la de considerar a los interfectos como víctimas de arteras maniobras urdidas desde lóbregos despachos estatales, sin que, al menos aparentemente, proceda valorar la veracidad o no de las acusaciones. Y, la verdad, esto da que pensar.

Que todos los nacionalismos beben de fuentes teológicas es algo sabido, incluso en aquellos casos, como el francés, donde el tránsito del Ancien Régime a la "Nación" fue violento. No hemos de olvidar que fue la "Nación" quien condenó a muerte a Luis Capeto -Luis XVI antes de ser destituido de su condición real-. En otros casos -Hegel y sus "afinidades electivas"- lo que se produjo fue una progresiva síntesis entre el nacionalismo y la teología cristiana de la historia, convirtiéndose la monarquía en la fuente de legitimidad que da carta de naturaleza histórica al Volksgeist como predicado de la Nación. El salto cualitativo será, con variantes según el caso, el paso de la noción de súbdito a la de ciudadano. Y el estado de derecho, claro.

En realidad, nada más alejado del nacionalismo que la monarquía de origen divino. Los zaristas no eran nacionalistas, sino sus más acérrimos enemigos. Y lo mismo podríamos decir de los absolutistas partidarios de Fernando VII y los carlistas, o de la Vendée durante la revolución francesa. Pero más allá de como cada país metabolizó su tránsito del antiguo régimen a la modernidad, una cosa es cierta, el cambio supuso también un cambio moral. Que se levó por delante la moral religiosa, como correlato del un modelo que era la fundamentación y legitimación del orden de cosas propio antiguo régimen. Una moral que, por entonces, era incompatible con el estado de derecho que pugnaba por abrirse paso.

Viene esto a propósito de la carencia que a uno le parece detectar en la moral propia del nacionalismo catalán, que no parece haber transcurrido por este tránsito al que más arriba aludía, el del antiguo régimen al del estado de derecho, acaso debido a que nunca constituyó un estado propio. Me refiero a la mirada hagiológica que proyecta hacia sus prohombres; a la necesidad de tener la certeza de estar dirigidos por líderes carismáticos. Más aun: proféticos y en trance de apoteosis, por más mediocres que puedan ser. Incluso hacia aquellos miembros de la curia nacionalista cuyas sombras morales son mucho más que indiciarias.

Es evidente que desde una perspectiva partidista, y más teniendo en cuenta como está de revuelto el gallinero político en estos tiempos, frente a cualquier acusación de corrupción a alguien de propio partido o grupo, aquí la respuesta inmediata acostumbra a ser aquello tan famoso del "tú, más". Y es bien cierto que no sé encontrar a nadie que se escape de este tropismo tan gregario como hipócrita. Pero en el caso del nacionalismo catalán hay, pienso yo, algo más, una diferencia cualitativa que remite al corrupto, sin que sea ello tampoco exactamente una disculpa, a la condición de víctima de algún tipo de contubernio tramado y orquestado necesariamente por el enemigo: el estado español y el nacionalismo español. Y cito a ambos habida cuenta de la incapacidad del nacionalismo catalán para distinguir, siquiera analíticamente, lo uno de lo otro.

Tengo para mí que el concepto de fondo que la curia nacionalista ha sabido imponer como hegemónico es que tiene encomendada una misión histórica providencial, con todo lo que esto conlleva. Por ello, el tratamiento que los feligreses dan a sus prelados corruptos va más allá de la simple solidaridad grupal frente a grupos o facciones rivales. Da igual que la denuncia provenga de algún rotativo caracterizado por su animosidad hacia el nacionalismo, de un juez o de una desertora que se vendió a la líder de un partido político enemigo en una conversación de restaurante. La sospecha siempre recae sobre el mensajero, nunca sobre el mensaje, cuya credibilidad no ha lugar ni tan sólo a ponderar o sopesar.

Si lo analizamos desde este prisma, la diferencia entre los igualmente múltiples casos de corrupción que se han dado en el PP o en el PSOE y el tratamiento que a la postre han recibido de sus propios camaradas cuando su culpabilidad era ya incontestable, frente a como desde el nacionalismo se ha tratado a los suyos puestos en idéntica tesitura, tal vez radique en esta consideración de pertenencia a una curia investida de la autoridad moral que le confiere estar llevando a cabo una misión providencial. El problema no es la acusación, sino el desacato que supone acusar a un dignatario de cuyos designios depende el destino de una nación.

En este sentido, se parece bastante a la idea católica sobre los sacerdotes de conducta y prácticas moralmente reprobables. Hasta el más ingenuo y simplón de los creyentes católicos de todas las épocas ha sabido que no todos los curas y prelados son, digámoslo así, «buenas personas», y que contra más arriba jerárquicamente hablando, más corrupción. Ni la más estricta de la fe del carbonero se escapa a esta certeza. Cierto que hay curas «malos», pero están investidos por la Iglesia y la Iglesia es «buena». Es la institución lo que cuenta, en tanto que depositaria de un mensaje y una misión. Además, si un sacerdote ha sido debidamente ordenado, tiene capacidad para consagrar, ya sea o no buena persona. Porque es un sacerdote y un sacerdote es un representante de Dios. Y si alguien ha de tomar medidas, sólo la propia Iglesia puede hacerlo, si lo considera oportuno. Nunca el brazo secular.
Esta es, en mi opinión, la mirada hagiológica que las masas nacionalistas proyectan sobre sus élites dirigentes. Que esta mirada haya sido inducida por las propias élites es, en lo que aquí nos atañe, irrelevante, porque forma parte del propio mensaje. Es implícito al discurso. Un discurso icónicamente e intelectualmente más afín al modelo providencialista que al imperio de la ley propio del estado de derecho. En definitiva, y por más aderezos con que se pretenda sazonar, un discurso preilustrado. No puedo verlo de otra manera.

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