No soy ciertamente
nadie para discutir un dictamen elaborado por un grupo de expertos en una
disciplina científica, la medicina forense, en la cual soy un absoluto ignorante.
De modo que debo admitir que si bajo estas condiciones, se concluye que Prim
fue estrangulado, sus razones tendrán y están avaladas por un peritaje
científico. Claro que también un cateto, y a la vez alto cargo del Departament d’Educació, me espetó en
cierta ocasión que él aplicaba el método científico: ensayo-error (SIC). Tal cual.
Huelga decir que con una afirmación así quedaba meridianamente claro que dicho
personaje no tenía ni la menor idea sobre lo que se traía entre manos. Cito
esta anécdota para que quede claro que asumo de entrada que no es este el caso
de los forenses que han analizado la
momia de Prim.
Ello no obstante, y
excluyendo por tanto a los botarates, hay elementos valorativos –y regulativos
si lo queremos decir en kantiano- que pueden afectar cualitativamente a las
conclusiones de un estudio, por más que haya sido impecablemente ejecutado con
máximo rigor científico. Decir esto no es descubrir nada, pero abundaré en ello
aun a riesgo de ser recurrente. Considero que el tema se lo merece.
Vamos a suponer que
al realizar Galileo su contrastación empírica de la ley del movimiento inercial,
los resultados no hubieran sido los esperados por él. ¿Invalidaba esto a las
matemáticas? Claro que no. En todo caso, lo que hubiera quedado invalidado es
el postulado de calculabilidad de lo real en términos matemáticos; una idea,
ésta, a priori, que estaba tomando
fuerza por entonces y de la cual precisamente Galileo era un ilustre defensor.
Una idea que posibilitará la revolución científica y el surgimiento de la física
moderna como primera ciencia en el sentido estricto del término.
Ahora bien, esta idea
era ajena a la física o a la matemática medievales, de raíz aristotélica. Y los
problemas de Galileo vinieron precisamente en su debate con los escolásticos porque éstos, contra lo que se suele creer, parecían tener razón frente a las tesis
galileanas ante los resultados obtenidos de los experimentos realizados por el propio
Galileo. Veamos. Galileo afirmaba
que todos los objetos en las proximidades de la Tierra experimentaban en su
caída una aceleración constante, con independencia de sus masas, como
consecuencia de la fuerza gravitatoria. Eso quería decir que una bala de cañón y
una pluma de gallina, soltadas al mismo tiempo desde lo alto de la torre de
Pisa, llegarían al suelo exactamente en el mismo instante.
¿Y qué
contraargumentaban los escolásticos? Que los resultados de los experimentos de
Galileo les daban la razón a ellos. Efectivamente, la bala de cañón llegará al
suelo antes que la pluma de gallina. ¿O no?.
Galileo, cuyo sistema
estaba mucho más elaborado de lo que algún burdo ensayo-errorista pudiera
pensar, replicaba que ciertamente sí, claro que la bala de cañón caía antes,
pero porque esto era debido a la resistencia que presentaba la atmósfera. De no
ser así, caerían a la misma velocidad y aceleración en todo momento. Y en sus experimentos,
tendentes a reducir en lo posible el impacto de la resistencia de la atmósfera,
osea, tratando de aproximarse, aun imperfectamente, a un sistema
puramente inercial, había diferencias en los tiempos de caída menores que bajo
un experimento realizado en condiciones “normales”. O lo que es lo mismo, “normales”
bajo la capa de la atmósfera terrestre. Los escolásticos, en cambio, seguían
constatando que los tiempos de caída continuaban siendo distintos según la masa de los cuerpos con que se experimentara.
El problema no
estaba, evidentemente, en los “hechos” empíricos, sino en la interpretación que
de ellos se hacía de acuerdo a conceptos derivados de categorías que
constituían los respectivos sistemas de ideas de los que surgían dos
concepciones distintas del mundo: la de la física aristotélica, por un lado, y
la de una nueva concepción que estaba emergiendo por entonces, que cuajará en el
racionalismo y en la física newtoniana. Era imposible que ambas concepciones
pudieran estar de acuerdo ante el mismo hecho, porque lo interpretaban bajo
categorías distintas.
En definitiva, pues,
los conceptos con que nos aproximamos a algo determinan nuestra interpretación
de este “algo”. Y eso en el terreno de la interpretación puramente
cuantitativa. Si además incorporamos valoraciones o ideas regulativas que sesgan lo puramente
cuantitativo, la cosa se complica aún más. En el primer aspecto, entrando ya en
el tema de la autopsia de Prim, podríamos cuestionar si realmente los
conocimientos actuales alcanzan una precisión tal como para determinar el
momento exacto de la muerte de alguien, con un margen de tres días, hace 150
años. Vamos a aceptar provisionalmente que sí. Pero en el segundo, entramos en
un pantanoso ámbito de interpretaciones que, aun admitiendo el estudio forense,
pueden introducir un sesgo en las conclusiones que nos acabe apartando de la
buscada “verdad”. Porque no estamos sólo tratando de dar con una verdad
científica, sino con una “verdad” histórica. Y son de naturaleza
distinta.
Por ejemplo, aun
admitiendo como veraz la conclusión forense que afirma que hubo estrangulación,
la pregunta es qué entendemos por “estrangulación”. Y desde luego que no es una
pregunta ociosa.
Imaginemos que una vez muerto Prim, y debido a hichazones en
el cadáver, no se le puede abrochar la camisa al cuello. ¿Cómo se soluciona? En
esta línea, pero menos burdamente que en
mi ejemplo, abundan tanto Emilio de Diego, catedrático de la UCM, como el
hispanista Ian Gibson: las marcas en el cuello pueden proceder del propio proceso
de embalsamiento, para evitar que salieran fluídos del cadáver. Se trataría
entonces de una estrangulación post
mortem, con lo cual, desde luego, ya
no estaríamos ante una estrangulación, al menos sensu stricto, sino antre otra cosa que ya no tiene nada que ver
con el asesinato de Prim, sino en todo caso con su cadáver. El mismo hecho,
científicamente demostrado; dos intepretaciones distintas.
Pero es
que hay más. Una afirmación de esta magnitud sobre un hecho histórico,
comprobaciones científicas aparte, debe ponerse también en relación con los
datos históricos de que se dispone. Es decir, hay que valorar su verosimilitud.
No estamos ante una simple descripción, sino ante algo que requiere comprensión
ubicado en su contexto. Y aquí sí que, al menos en mi opinión, la tesis de la
muerte por estrangulamiento del general Prim hace definitivamente aguas.
Así que a todo
lo dicho anteriormente, habría que añadir la inverosimilitud. Prim vivía en el
palacio de Buenavista, que era la sede del Ministerio de la Guerra. Consta que
desde que llegó herido hasta su muerte, nunca estuvo solo. Tenía muchos
enemigos, cierto, pero también más partidarios. Los testimonios documentados son
innumerables, demasiados como para urdir un engaño histórico de esta magnitud.
Familiares, amigos, allegados, médicos, escolta personal, periodistas… O todos,
absolutamente todos, mintieron, y son demasiados y demasiado dispares, o estos forenses, aun habiendo sin duda realizado un buen trabajo científico,
han metido la pata hasta el corvejón en las conclusiones. Yo me inclino por esta última
posibilidad.
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