Publicado hoy en la web del Sindicat Professors de Secundària (aspepc·sps): carta abierta a la Consellera d'Ensenyament.
divendres, 9 de desembre del 2016
dimecres, 30 de novembre del 2016
El pacto educativo que se avecina
Hay
dos verdades contrapuestas que, como tales y en su entrelazamiento,
bloquean cualquier posible solución de continuidad al tema del pacto
de estado educativo, que tan de moda está últimamente y del cual
ayer se nos ofreció un anticipo para que nos vayamos haciendo una
idea de por dónde van a ir los tiros.
Las
dos verdades son, la primera, que un pacto de estado por la educación
es urgente y acuciante; la segunda, que estamos en el peor escenario
-siempre estamos en en el peor escenario- para que se lleve a cabo. Y
el anticipo de la supresión de la (abortada) reválida y la eliminación de los
(tímidos) itinerarios académicos en cuarto de ESO, es el anuncio
del talante que va a presidir el pacto que se avecina. No sé, la
verdad, por qué el ministro aparecía tan contento. Aunque lo sospecho.
El
igualitarismo ha llegado en este país a unos niveles tan burdos, y la metástasis social del pedagogismo ha arraigado tan fuerte que, o mucho me equivoco, o
para que se pueda empezar a hablar de educación en serio, es esta
misma sociedad la que ha de desaparecer. Hay en estos momentos en el
mundo educativo, -desde políticos y pedagogos, hasta agentes
sociales, padres y maestros-, todo un personal que no sólo no puede ser parte de la solución, sino que es buena parte del problema.
Así
que si el pacto empieza por la supresión de la reválida y la
eliminación de los itinerarios, que se metan el pacto en donde les
quepa.
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dissabte, 26 de novembre del 2016
Fidel Castro y la absolución de la historia
«La historia me absolverá» es la única
obra que he leído de Fidel Castro, allá
por los viejos tiempos de Marta Harnecker y sus conceptos elementales del
materialismo histórico, obra, ésta, que me abstendré de valorar. La que me importa es el relato
a posteriori de su autodefensa ante el consejo de guerra por el asalto al
Fuerte Moncada, un fracaso estrepitoso que, entre voluntarista, ingenuo y
propagandístico, perpetraron un grupo de cubanos ilustrados contra una hedionda
dictadura que había substituido el colonialismo español por el neocolonialismo
yankee. Más claro, agua: un país que había cambiado de dueño, y no muy para
bien. Porque si el anterior era estúpido, arrogante y lejano, el nuevo resultó
más próximo, mucho más poderoso, y con una arrogancia, materialmente acreditada,
mucho más sutil que la de los estultos desalojados.
Fue
condenado y cumplió algo de condena en la cárcel. No recuerdo ahora ni cuánto
tiempo ni si se evadió o se le conmutó la pena o la cumplió íntegra; es lo de
menos. El caso es que fue a parar a México, y allí, con unos cuantos arreplegats –que decimos en catalán-, se
empezaron a entrenar militarmente en el patio de la residencia de un coronel
republicano español exiliado, Eliseo Bayo. Un espacio de no más de cien metros
cuadrados; háganse una idea de la instrucción militar que se autoaplicaron, eso
sí, a salvo de los consejos estratégicos de Bayo que, de haber seguido, hoy
nadie sabría que Fidel Castro acaba de morir.
Fletaron
una bañera, el Granma, que llevó a los intrépidos revolucionarios a un
centímetro del naufragio por razones descritas dos milenios antes por un tal
Arquímedes. A un par de centímetros de la línea real de flotación. Aun así,
arribaron a la isla, casi sin armas. Las que consiguieron con merecimiento
de tal nombre fue gracias a las heroicas retiradas de los mercenarios del
régimen batistiano, que iban dejando prendas, camino de las oficinas donde cobraban la soldada, porque no
estaban dispuestos a que, de quedarse aguantando el tipo, su pagador se la ahorrara.
Y surgieron las famosas cuatro «columnas» y sus cuatro comandantes: Fidel
Castro, Camilo Cienfuegos, “Ché” Guevara y Raúl Castro, el hermanísimo hoy
presidente. Por cierto, en relación a este último, ni siquiera citado en la
canción.
Sólo
algunas veces las imágenes valen más que mil palabras. Que recuerde ahora
mismo, dos; una es la película «Cabaret» en una magistral descripción del
ascenso y auge del nazismo, en la taberna campestre, con todos los sectores
sociales «cerveceando» y babeando ante el Tomorrow
belongs to me. La otra es «El Padrino II». Corleone va a Cuba a cerrar un
trato con quien sabe que le quiere «traspasar». Todo muy bonito, augurios
certeros de contratos muchimillonarios a base de casinos, prostíbulos y
consumos para familias puritanas -hasta incluso «montserratinas» (“Sí, dicen que la lado había un lupanar,
pero nunca lo vimos ni (por si hiciera falta constatarlo) nos acercamos"-. Negocio
seguro, así de claro. Es entonces cuando Michele Corleone le pregunta al
patriarca cómo ve realmente la situación en Cuba, más allá de las albricias prometidas
en la reunión del día antes con el «presidente» “baptista” y teléfono (viejo)
de oro macizo que le había regalado el representante de ITT en una escena
que no creo que sea cinematográficamente superable.
Le
cuenta Corleone que por la mañana, yendo en taxi, había asistido a una escena
que le suscitó ciertas dudas. Un revolucionario había burlado el cordón
policial y se había inmolado con una granada casera en el coche de un
potentado. “Los nuestros cobran por su trabajo”, le dice Corleone, los otros lo
hacen por… Si esto es así, ganarán, porque quien no está dispuesto a morir por
su «causa», pierde. Los demás simulan una risa condescendiente. Al día
siguiente, noche de San Silvestre, los «barbudos» entraban en la Habana.
¿Todavía
hay quién se pueda preguntar por qué triunfó la revolución y por qué luego
degeneró? Si los patronos americanos hubieran destinado sólo una décima parte
de lo que dedicaron a combatir al régimen cubano… pero eso era, no imposible,
sino impensable desde la mentalidad oficial y fáctica yankee.
Aun
escrita a posteriori, en la edición que
yo leí de «la historia me absolverá», es imposible detectar al luego converso
al marxismo-leninismo Fidel Castro. Era simplemente una segunda versión de José
Martí. Cualquiera que lea, en cualquiera de sus múltiples versiones, “la
historia me absolverá”, no creo que, ni aun siendo el maricón perseguidor de
maricones Edgar Hoover, pudiera detectar el menor asomo de marxismo-leninismo
en sus alegatos, sino, simplemente, una inteligentzia ilustrada cubana. Alguien que defendía a su pueblo ¿Quién creó
al comunista?
Porque
hay cosas que no se dicen ¿Pero quién hinchó globos con la imagen del Mickey
Mouse y el Pato Donald con gas venenoso, para que los niños cubanos reventaran,
o le metió la triquinosis a un cargamento de toneladas carne de cerdo que, gracias a un
soplo del KGB, se detectó y obligó a quemarlo oliendo toda La Habana a barbacoa
durante dos semanas mientras la gente pasaba hambre? Esas cosas no se cuentan.
A
veces, uno se vuelve radical. “Roma città apperta”. Un grupo de desarrapados
partisanos ve como toda una brigada teutona “avanza” en retirada. Aun
derrotados, al grupillo de partisanos los pueden cocer sin
inmutarse. A uno se le ocurre: “poned banderas rojas, es lo único a lo que le
tienen miedo”: y los nibelungos se rinden. Por algo será que les da miedo. Y
Fidel lo entendió. La izquierda de hoy, no.
Acabo
con una estrofilla que cantábamos en nuestro tiempo, con guitarra y cosas de
esas. Y con una intimidad. Mira Fidel, estoy seguro que a mí me hubieras metido,
tarde o temprano, en un campo de regeneración, pero aun así, pienso,
Comandante, que sí, que la historia te absolverá. Yo ya te absolví.
Y
esta es la estrofilla que, si tanto les fastidia a algunos, también por algo
será:
“Nos mataron a Guevara,
nos mataron
a Cienfuegos,
a Fidel
no hay quien lo mate,
porque
para eso no hay huevos”
Porque Fidel, simplemente, murió.
dilluns, 21 de novembre del 2016
La izquierda y las imposturas
Aun partiendo del dicho según
el cual «en todas partes cuecen habas»,
pero con el no menos fiable colofón «y en
algunas a calderadas», creo que las peculiaridades propias de este país y
sus circunstancias inciden muy particularmente en la conformación de eso que
llamamos en política «izquierda» o «izquierdas», muy especialmente en lo que a imposturas se refire.
Un problema que, sin duda alguna y dicho a la brava, se concretaría, según
sus respectivas categorizaciones, de la siguiente manera: Antropológicamente, en que
hay mucha gente que «cree» ser de izquierdas y hasta que piensa serlo de verdad.
Sociológicamente, en que la proyección de esta creencia se traduce con
frecuencia en una impostación o fingimiento cuyo correlato moral es el
certificado de autenticidad requerido para ser depositario de la autoproclamada
superioridad ética de la izquierda, y que se resuelve en un postureo meramente
estético nutrido de tópicos. De todo ello colegiríamos que los contenidos de la noción izquierdas en el imaginario colectivo
se han construido en gran medida con materiales suplantados y de deshecho que
ejercen de sucedáneo. A ello habría que añadirle las inevitables aportaciones
propias de un país con reconocidas pulsiones anarcoides.
Sólo a partir de este mejunje
sincrético puede entenderse que, por ejemplo, haya quien considere todavía al
PSOE como un partido de izquierdas y a Felipe González un referente de la
socialdemocracia; que haya quien afirme, sin que se le altere fatalmente la
sinapsis neuronal, ser nacionalista –español, vasco, catalán, gallego…- y de
izquierdas (incluso radical), o incluso que, desde la propia izquierda, así
como desde la derecha, los haya sinceramente convencidos de que Podemos es un
partido marxista-leninista. Podríamos poner muchos ejemplos de ello, muy
probablemente de mayor alcance que el que referiremos a continuación, y tal vez lo hagamos más
adelante en ulteriores entregas.
Es obvio que, en muchos casos,
de lo que se trata es de un cinismo práctico cuyo único objetivo es barrer pro domo sua. Pero esto no es en sí lo
inquietante, sino la acogida que reciben estos discursos por lo arraigado de su
correspondencia con los constructos propios del imaginario colectivo que han
contribuido a modelar. Y lo que se desprende de todo ello es que no estamos
ante un mero nominalismo grosero, de acuerdo con el cual bastaría que alguien
se proclamara de izquierdas para luego, una vez en posesión del certificado de autenticidad,
poder proferir cualquier tontería, sino ante algo bastante más sofisticado y,
desde luego, ampliamente consolidado.
Porque en realidad, sí hay
unos requisitos previos, digamos a priori,
para que a alguien o a una formación que se autoproclama de izquierda se le
acuerde tal condición. Unos requisitos que no consisten tanto en categorías más
o menos erráticas o difusas, como en su ocupación de ciertos lugares en el
imaginario de una topología constituida por una métrica básicamente estética a
partir de la cual, entonces sí, se puede articular cualquier discurso sin que
por ello se cuestione la denominación de origen de izquierdas de quien lo
emite.
Sonará raro, pero sólo así se
puede entender –o al menos sólo así un servidor puede entender- que al PP se le
considere de derechas, lo cual parece fuera de toda duda, pero a ERC, en
cambio, se la considere de izquierdas, lo cual ya es ciertamente más que dudoso. A la vista están sus respectivas políticas
económicas –ahora que ERC dirige la economía catalana-, y la verdad es que,
postureos estéticos aparte, ni la más benevolente de las comparaciones podría
evitar tener que acabar recurriendo al principio de identidad de los
indiscernibles. Porque ¿Qué hace entonces que las privatizaciones o los
recortes de unos se vean hasta como lógicos, en virtud de su naturaleza derechosa
intrínseca, mientras que lo mismo en los otros no soliviante más allá de la apocada disidencia verbal y sin que se cuestione su condición de izquierdas.
Insisto, no me estoy
refiriendo al cinismo práctico de unos dirigentes que no sólo saben perfectamente
que son de derechas, sino que hasta se permiten elogiar la política económica
de Merkel– véanse sino las declaraciones de Oriol Junqueras- y tengan la
defachatez de proponerla como modelo desde su autoatribuida condición de
izquierda. A lo que me refiero es a la (no) recepción de la indiferencia.
Porque ¿Qué distingue entonces a la derecha del PP de la «izquierda» de ERC?
¿Tal vez sus respectivos discursos nacionales? ¿Es éste un criterio de
demarcación válido entre derecha e izquierda?
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dissabte, 19 de novembre del 2016
No le digamos a Dios lo que ha de hacer
Lleva uno casi de un par de
meses enfrascado en la lectura de una excelente biografía científica de
Einstein (Walter Isaacson: «Einstein: Su vida y su universo»), que a la vez que
apasionante y absorbedora, le recuerda el viejo chiste de aquél que le
encantaba jugar al póker y perder, y cuando le preguntaron qué había sobre
ganar, respondió que «¡uf, eso debe ser
la hostia!». Supongo que me entienden. A base de lecturas y relecturas de
páginas a lo largo de la obra, va uno comprendiendo a niveles de cuasi certeza
absoluta los límites de sus insuficiencias. Ya lo dijo Pascal cuando comparó lo
que sabemos con una esfera cuyo interior es lo que conocemos, la superficie lo
que no entendemos, y el exterior lo que ignoramos por completo, incluso que
ignoramos que ignoramos en el pleno sentido del término. Eso es lo que hay, y
lo demás, excusas de mal pagador.
Uno de los tópicos que
destruye demoledoramente esta obra es el premio de autoconsolación tan al uso, según el
cual Einstein habría sido un pésimo estudiante en la escuela y en el instituto. Nada
más falso; sacaba siempre las mejores notas en latín, matemáticas y otras
materias. Era, eso sí, un vago algo bohemio, pero con los intereses e
inquietudes intelectuales propios de un genio al que le hastiaba que le
repitieran una y otra vez lo que ya había entendido. Luego, en el Politécnico, uno
de sus profesores de matemáticas lo consideraba un «perro vago», pero no
precisamente un idiota. Amén de su insólita preparación científica ya por esta
misma época, y de su afición al violín –que mantuvo durante toda su vida-, a
los quince años había leído la Crítica de la Razón Pura. Filosóficamente,
estaba entre Spinoza y Hume. Sospecho que debió leer la segunda edición de la
Crítica de la Razón Pura, la más tendente al Idealismo y a la exigencia génesis,
y no la primera, que era, digámoslo así, más humeana. Parece ser que la obra de Kant favorita de Einstein era
la que conocemos como «Prolegómenos». Por supuesto que había leído también a
Newton.
Me referiré aquí a una
anécdota que me parece de los más interesante y significativa. Einstein fue siempre muy refractario a la mecánica
cuántica que él mismo tanto había contribuido a fundar, entre otras, con su
noción de los «cuantos», interpretando a Mas Plank, como paquetes de luz o fotones que podían comportarse
como partículas o como ondas. Pero, igual que en cierto modo el mismo Plank, cuando empezaron a aparecer los
Bohr, Heisemberg, Schrödinger, Dirac etc, la deriva indeterminista que tomó la
cosa no le satisfizo de ninguna manera y, aun aceptándola, siempre consideró
que era incompleta y que tenía que responder en última instancia a una teoría
del campo unificado, a cuya búsqueda dedicó infructuosamente la segunda mitad
de su vida, que conciliara la teoría de la relatividad general con el mundo
subatómico de la mecánica cuántica. No en vano, el nombre que Einstein había
previsto inicialmente para la relatividad era teoría de la invariancia. Su universo era el de Spinoza,
sin duda, y veía con horror y desagrado lo que consideraba un atentado letal
contra las leyes de la física en general. «El
castigo por el pecado de haberme opuesto a la autoridad (científica) en su
momento, ha sido convertirme a mí en autoridad», dijo en cierta ocasión.
Igualmente, cuando los «cuánticos» aducían en favor de sus tesis argumentos que
el propio Einstein había utilizado en su momento, solía replicar que «un buen chiste no debe explicarse demasiado
recurrentemente».
En esta línea estarían afirmaciones
suyas como «El universo oculta su
naturaleza noblemente, pero no recurre a ardides» -que se grabó en la
chimenea de Princeton-, o la tan
conocida «Dios no juega a los dados».
Y es precisamente en relación a esta última que, en una fogosa discusión sobre
el tema con Niels Bohr –con quien se llevaba muy bien personalmente-, y con
Einstein jugando a Leibniz, Bohr le replicó en un momento dado:
«Einstein, por favor, deje de decirle a Dios lo que ha de hacer»
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