Aun partiendo del dicho según
el cual «en todas partes cuecen habas»,
pero con el no menos fiable colofón «y en
algunas a calderadas», creo que las peculiaridades propias de este país y
sus circunstancias inciden muy particularmente en la conformación de eso que
llamamos en política «izquierda» o «izquierdas», muy especialmente en lo que a imposturas se refire.
Un problema que, sin duda alguna y dicho a la brava, se concretaría, según
sus respectivas categorizaciones, de la siguiente manera: Antropológicamente, en que
hay mucha gente que «cree» ser de izquierdas y hasta que piensa serlo de verdad.
Sociológicamente, en que la proyección de esta creencia se traduce con
frecuencia en una impostación o fingimiento cuyo correlato moral es el
certificado de autenticidad requerido para ser depositario de la autoproclamada
superioridad ética de la izquierda, y que se resuelve en un postureo meramente
estético nutrido de tópicos. De todo ello colegiríamos que los contenidos de la noción izquierdas en el imaginario colectivo
se han construido en gran medida con materiales suplantados y de deshecho que
ejercen de sucedáneo. A ello habría que añadirle las inevitables aportaciones
propias de un país con reconocidas pulsiones anarcoides.
Sólo a partir de este mejunje
sincrético puede entenderse que, por ejemplo, haya quien considere todavía al
PSOE como un partido de izquierdas y a Felipe González un referente de la
socialdemocracia; que haya quien afirme, sin que se le altere fatalmente la
sinapsis neuronal, ser nacionalista –español, vasco, catalán, gallego…- y de
izquierdas (incluso radical), o incluso que, desde la propia izquierda, así
como desde la derecha, los haya sinceramente convencidos de que Podemos es un
partido marxista-leninista. Podríamos poner muchos ejemplos de ello, muy
probablemente de mayor alcance que el que referiremos a continuación, y tal vez lo hagamos más
adelante en ulteriores entregas.
Es obvio que, en muchos casos,
de lo que se trata es de un cinismo práctico cuyo único objetivo es barrer pro domo sua. Pero esto no es en sí lo
inquietante, sino la acogida que reciben estos discursos por lo arraigado de su
correspondencia con los constructos propios del imaginario colectivo que han
contribuido a modelar. Y lo que se desprende de todo ello es que no estamos
ante un mero nominalismo grosero, de acuerdo con el cual bastaría que alguien
se proclamara de izquierdas para luego, una vez en posesión del certificado de autenticidad,
poder proferir cualquier tontería, sino ante algo bastante más sofisticado y,
desde luego, ampliamente consolidado.
Porque en realidad, sí hay
unos requisitos previos, digamos a priori,
para que a alguien o a una formación que se autoproclama de izquierda se le
acuerde tal condición. Unos requisitos que no consisten tanto en categorías más
o menos erráticas o difusas, como en su ocupación de ciertos lugares en el
imaginario de una topología constituida por una métrica básicamente estética a
partir de la cual, entonces sí, se puede articular cualquier discurso sin que
por ello se cuestione la denominación de origen de izquierdas de quien lo
emite.
Sonará raro, pero sólo así se
puede entender –o al menos sólo así un servidor puede entender- que al PP se le
considere de derechas, lo cual parece fuera de toda duda, pero a ERC, en
cambio, se la considere de izquierdas, lo cual ya es ciertamente más que dudoso. A la vista están sus respectivas políticas
económicas –ahora que ERC dirige la economía catalana-, y la verdad es que,
postureos estéticos aparte, ni la más benevolente de las comparaciones podría
evitar tener que acabar recurriendo al principio de identidad de los
indiscernibles. Porque ¿Qué hace entonces que las privatizaciones o los
recortes de unos se vean hasta como lógicos, en virtud de su naturaleza derechosa
intrínseca, mientras que lo mismo en los otros no soliviante más allá de la apocada disidencia verbal y sin que se cuestione su condición de izquierdas.
Insisto, no me estoy
refiriendo al cinismo práctico de unos dirigentes que no sólo saben perfectamente
que son de derechas, sino que hasta se permiten elogiar la política económica
de Merkel– véanse sino las declaraciones de Oriol Junqueras- y tengan la
defachatez de proponerla como modelo desde su autoatribuida condición de
izquierda. A lo que me refiero es a la (no) recepción de la indiferencia.
Porque ¿Qué distingue entonces a la derecha del PP de la «izquierda» de ERC?
¿Tal vez sus respectivos discursos nacionales? ¿Es éste un criterio de
demarcación válido entre derecha e izquierda?
Toda la progresía estaba muy contenta cuando Obama llegó a la presidencia de EEUU. Pero ¿en qué aspecto sustancial se ha diferenciado lo que hizo Obama con lo que había hecho el tan denostado George W. Bush?. Cada vez más parece que la división izquierda/derecha es cosa de la imagen que el político transmite a la opinión pública.
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