Apuntábamos en la entrega
anterior hacia un neocensitarismo de hecho que estaría excluyendo del espectro
social que constituye el universo ciudadano, a una buena parte de la población
que ya no sería tenida en cuenta para nada, pero que conserva el derecho a voto
gracias al sufragio universal. Pero también hemos visto que la crítica
epistocrática parece agotarse a la mitad del camino que pretendía recorrer. Atribuir
un resultado electoral a la ignorancia del votante no sólo no es una posible
vía de solución del problema, sino una parte de él. Porque, sí, podemos pensar
que la ignorancia puede inducir a votar contra los propios intereses, pero
también hemos visto que más allá del voto «cognitivo» hay un voto «moral» que
puede entrar en conflicto con él, y que, por lo tanto, la información que un
ciudadano pueda tener de aquello sobre lo que va a votar puede no el factor
determinante de su decisión.
Hay también otra cuestión que
va incluso más allá de ésta, y que nos sitúa de lleno el tema del sujeto de
soberanía en una democracia. Podemos decir que los obreros blancos en paro que
votaron a Trump son unos ignorantes porque no saben lo que conviene a sus
intereses, pero es que también podemos dar una vuelta más de tuerca y, aun
admitiendo que tal opción pudiera ser acorde con sus intereses más inmediatos,
no lo sea para el conjunto de la sociedad. Es decir, que una cosa sería que
voten contra «lo que les conviene» -como grupo, clase, etnia…- y otra que voten
contra «lo que conviene», en cuyo caso estamos en un grado de abstracción superior,
que pretende ir más allá de los intereses individuales o grupales, para
sublimarlos en una suerte de bien común universal al cual los anteriores
quedarían supeditados. Y este segundo nivel se advierte también en la crítica
epistocrática, que definitivamente se agota ahí, diluida en un universo de
indefinidas consideraciones morales sobre qué es el bien general, convertido
casi en bien «supremo» y hasta qué punto deben supeditarse a él ante los intereses
individuales o grupales.
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