dissabte, 14 de gener del 2017

Militancia y Yihad (2) (¿Antropología del islamismo) V


Según las crónicas, semilegendarias, en la fortaleza de Alamud vivía el Viejo de la Montaña. Una especie de Fumanchú árabe, o de Bin-Laden avant la lettre, con un ejército de servidores fanáticamente obedientes, que no dudaban en sacrificar su vida para cumplir la misión que su dueño les había encargado. Generalmente, dichos encargos consistían en asesinar a algún emir o valí que se resistiera a las extorsiones del Viejo. Gobernaba como una especie de capo mafioso, a través del terror, y su sola mención producía un pánico cerval. Todos los gobernantes de la región le temían y obedecían. Sus hashshashín se infiltraban hábilmente y asesinaban en su propio palacio a la víctima, burlando toda vigilancia. Luego, o se suicidaba o lo detenían y torturaban hasta la muerte. Cierto que al emir asesinado esto le importaba ya muy poco; pero sí a su sucesor, que por lo general acostumbraba a acceder al poder con la lección bien aprendida. Parece ser también que el invento no acabó de funcionar con los templarios. Si el Gran Maestre era asesinado, se lo substituía inmediatamente y aquí no ha pasado nada; la estructura ni se inmutaba. Los métodos del Viejo de la Montaña funcionaban contra las estructuras personales de poder, pero no contra las orgánicas.

Estos hashshashín, sabían cuál iba a ser su destino después de haber cumplido su misión, pero había importantes refuerzos positivos –y negativos- que les inducían a cumplir las órdenes de su amo con ciega resolución. Un buen día, y sin que supiera cómo, el elegido se despertaba drogado en una lujosa cámara rodeados de bellas meretrices a su servicio y con todo tipo de manjares a su alcance. Después de una noche de desenfreno, volvía a despertar en sus austeras dependencias. Confundido por los vapores alucinógenos, podía pensar perfectamente que se había tratado de un sueño. Pero no, se le decía, no había sido un sueño, sino un anticipo del paraíso que le esperaba después de morir sirviendo a su señor. Se dice que cuando iban a ejecutar su misión, lo hacían drogados. Sabían, además, que si no cumplían su misión y, por ejemplo, en el último momento se daban a la huida, no sólo ya nunca más regresarían al paraíso que habían vivido efímeramente, sino también que la venganza del Viejo de la Montaña les alcanzaría dondequiera que estuviesen. Y no era cosa de broma. Además, cuando un hashshashín iba a realizar una misión, otro le seguía para cerciorarse de que no se echará para atrás; y a éste, a su vez, quizás otro más…  No había lugar para traidores y desertores.

El modelo de los hashshashín es, creo yo, en el que se basa el del terrorista suicida islámico actual. En el caso de la Al-quaeda de Bin Laden, el modelo parece casi calcado. En los de los últimos tiempos, parece que las nuevas organizaciones han substituido la estructura personal de poder por la orgánica, lo cual, si es así, ciertamente empeora la cosa. Es sólo una intuición -supongo, he de suponerlo, que los servicios de inteligencia disponen de información mucho más amplia y contrastada al respecto-. Por supuesto que todo debidamente secularizado. Sí, secularizado, aunque se trate del islam más radical. Otro error que se acostumbra a cometer. Adaptado a nuestra sociedad compleja y funcionando orgánicamente en red. Incluso a modo de franquicias aparentemente espontáneas, lo que ha seguido desconcertando a los servicios de inteligencia e información occidentales, más acostumbrados a vérselas con grupos clandestinos de estructura organizativa cerrada. Y ahora no es así. Claro que, bien mirado, el funcionamiento en franquicia tampoco presenta, en este aspecto al menos, tantas diferencias. Al fin y al cabo, para acreditar una franquicia se han de asumir unas condiciones frecuentemente más draconianas que las que la empresa matriz suele aplicarse a sí misma.

En realidad, es un modelo que ha funcionado y funciona en otros ámbitos, muy especialmente en los delictivos, y en organizaciones fuertemente jerarquizadas y estructuradas, como la mafia. Es conocido el caso de los sicarios de los señores de la droga: en muchos casos, saben que no saldrán vivos de su misión, pero la llevan a cabo igualmente. A veces a cambio de dinero para la familia, otras para pagar deudas. Si alguno desfallece, la venganza se cierne también sobre sus familiares. Incluso en las tres entregas del Padrino, de Coppola, se dan también supuestos de este tipo. Siempre, a la ciega interiorización de la obediencia, se le añade la coerción exterior, también debidamente interiorizada. Algo de esto nos muestra también Scorsese en «Uno de los nuestros» -Goodfellas (1990)-.
No es imposible imaginar que en el escenario medieval y semilegendario de las Mil y Una Noches propio del castillo de Alamud, los hashshashín creyeran de verdad que a su muerte accedían directamente al paraíso. No hay demasiados problemas en aceptarlo, y que el vigilante estuviera por si le flaqueaba la fe a última hora. Después de todo, es muy posible que estuvieran convencidos de haber estado en el paraíso. Pero no parece sensato pensar que se lo puedan creer, más allá de metafóricamente, cualquiera de los jóvenes terroristas suicidas actuales, nacidos y criados en ciudades europeas. Tampoco han nacido esclavos, a diferencia de los  hashshashín, de modo que en el proceso de cooptación y domeñamiento, y aun con un esquema similar, la fe en una vida eterna no parece que pueda ser una variable determinante. Serán asesinos psicópatas, sí, pero no retrasados mentales.

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada