diumenge, 8 de gener del 2017

Militancia y Yihad (¿Antropología del islamismo?) IV

Poco después de los atentados de Bruselas, la CNN difundió un vídeo de los hermanos que lo habían perpetrado. Lo habían grabado unos amigos de los terroristas durante una noche de fiesta en una discoteca, días antes del atentado suicida que se los llevó por delante junto con sus víctimas. Se les ve bailando, bebiendo y ligando, todo a la occidental manera. Es decir, transgrediendo flagrantemente los preceptos de la religión por la cual mataron y se mataron. Si queremos entender el fenómeno yihadista estrictamente desde la perspectiva del fanatismo religioso, parece evidente que la cosa no cuadra. Y de ahí en parte el desconcierto de la opinión pública occidental tras la difusión del vídeo y sus fotos. Se trataba, como en tantos otros casos de atentados de este tipo, de jóvenes nacidos o crecidos en Europa, y en este sentido, plenamente occidentalizados. Unas actitudes que sorprenden porque no casan con la idea del integrismo religioso que se nos transmite sobre los terroristas islámicos. ¿Una doble vida? Ciertamente es una posibilidad, y los hechos posteriores parecen corroborarla. Pero a la vez parece insuficiente como explicación.

Tradicionalmente, los considerados como grupos terroristas clásicos –IRA, ETA, Baader-Meinhof, Brigadas Rojas…- lo primero que planificaban antes de un atentado era la huida. El terrorismo suicida islámico desconcertó rompiendo este esquema, y se recurrió a su condición supuestamente religiosa para explicarlo. Como hay terrorismo político, lo hay también religioso. Y dada la «espiritualidad» y el carácter trascendente de la religiosidad, hiperreforzado por el fanatismo, el nivel de compromiso alcanza hasta el punto de asumir la certeza de la propia muerte, en lugar de la eventual o, incluso, más que probable. Es decir, el riesgo es cero porque se conoce el desenlace. La explicación más fácil, sin duda pero totalmente incorrecta a mi parecer. Al menos si recurrimos exclusivamente a su explicación desde la práctica de una fe religiosa fanatizada.

Porque una cosa es el fanatismo religioso y otra el integrismo islámico terrorista. Lo primero presupone la creencia estricta en los dogmas religiosos y su observancia; lo segundo, en cambio, se corresponde con un sentido de pertenencia a un determinado grupo o colectivo. No digo que no puedan coincidir, pero pienso más bien que para aproximarnos al psiquismo interno del individuo que acciona la bomba que lleva pegada al vientre, autoinmolándose para matar a cuantos estén a su alrededor, el factor religioso es prescindible. Lo segundo, en cambio, el sentido de adscripción y pertenencia a un determinado grupo, con sus propias jerarquías y códigos, me parece determinante. 

Para intentar aproximarnos a este fenómeno, tal vez lo más adecuado sea tratar de encontrar analogías con comportamientos humanos similares en otros contextos; comportamientos individuales, psíquicamente hablando, pero gregarios y, por tanto, también culturales. Hay ciertamente una diferencia cualitativa entre el terrorista que prepara su huida como un aspecto más, y fundamental, en la planificación de un atentado, aun asumiendo un alto riesgo de captura o muerte, y el que no se molesta en prepararla porque asume su muerte como algo inherente a la propia ejecución del atentado. Pero acaso no tanta como puede sugerir la errónea focalización en el elemento religioso. A menos, claro, que asumamos que el terrorista suicida está convencido de que su inmolación le abrirá las puertas del paraíso. Pero si esta explicación no nos convence, entonces habrá que buscar otras explicaciones más verosímiles que expliquen las causas últimas de tales conductas.

En realidad, y valoraciones morales aparte, el psiquismo del terrorista suicida no es tan distinto que el de los miembros del batallón de infantería en primera línea que recibe la orden de cargar contra el nido de ametralladoras, y aun sabiendo que van a morir con toda probabilidad, siguen avanzando. Sí, claro, en un caso se hablará de patriotismo, heroicidad, sentido del deber, supeditación del individuo a lo colectivo y, cómo no, de la coerción implícita que bajo el nombre de disciplina impone la obediencia; todo ello en una lógica de guerra. Pero es que así se percibe también desde el bando contrario, más allá del hecho que la guerra sea con cuartel o sin él, o de que no haya reconocimiento del enemigo por parte del otro bando y el hecho de guerra en sí se denomine «terrorismo». Si prescindimos de categorizaciones morales, por más repugnante que nos resulte, y a veces es preciso hacerlo si queremos entender una determinada realidad, deberemos reconocer que, en ambos casos, se trata de comportamientos individuales con clara dependencia gregaria, arraigados en la psique humana en su más pleno sentido. Sólo falta que haya quienes los instrumentalicen y los impongan activándolos.

Nietzsche apelaría probablemente a la estratificación sedimentada de valores a lo largo de la historia, que seguirían rigiendo nuestro comportamiento. Y muy probablemente tenga razón, toda vez que incluyamos entre ellos la coerción y su aceptación o asunción plenamente interiorizada en el individuo. Se dice que si el hijo cae en un pozo, la madre se tira al pozo; si quien cae al pozo es la madre, el hijo avisa a los vecinos. Pues bien, y por más nauseabunda que nos pueda parecer la analogía, el terrorista suicida no está, formalmente hablando, tan lejos de la madre que sacrifica conscientemente la vida para (no) salvar la de su hijo, aunque sus motivaciones sí sean completamente distintas. Decía Nietzsche que en algún estrato dentro de una escala de valores «genealogizada», para un “yo” puede ser más importante algo ajeno a él, pero interiorizado como propio, que la supervivencia del propio «yo».

Bien, pero volvamos a la infantería que avanza hacia las ametralladoras enemigas; es un comportamiento gregario, sí, pero al sentimiento de pertenencia colectiva o a la prioridad de la causa sobre la propia vida, hay que añadirle también el elemento de coerción, a su vez debidamente interiorizado. Aunque se pueda entender la necesidad del sacrificio, nadie voluntariamente seguiría allí si pudiera evitarlo. ¿También el terrorista suicida?

Y aquí entraría Hobbes. Siempre, en toda coerción, por extrema que sea, hay algún tipo de transacción, por más desequilibrada y descompensada que se nos antoje; desde el condenado a muerte que sube por su propio pie al patíbulo, hasta el soldado que carga sabiendo que va a morir, o el terrorista que se inmola de forma «voluntaria», supuestamente en el nombre de Alá. El condenado a muerte sabe que lo menos malo que le puede pasar es subir por su propio pie al patíbulo; el soldado, a su vez, sabe que si retrocede huyendo, el oficial le descerrajará el cargador del arma corta que lleva para este fin, y que su viuda e hijos se quedarán sin pensión y estigmatizados socialmente. Así que puestos a decidir si le ha de matar el enemigo o su propio oficial, parece menos complicado que lo haga el enemigo. ¿Pero y el terrorista suicida? Pues desde la interiorización, subjetivamente objetivada, de dicha lógica, prácticamente lo mismo.

En la película «El gran dictador», de Charles Chaplin, hay una escena que ilustra a la perfección lo que estoy intentando explicitar. Un grupo de conjurados –judíos a los que se ha unido un oficial del ejército- decide que es necesario matar al dictador para evitar males mayores. Todos saben que es una misión muy arriesgada, pero hay que hacerlo y deben decidir quién la llevará a cabo. El oficial propone para ello un antiguo ritual de los longobardos, que consiste en introducir una moneda en el cazo de la comida. Aquél que encuentre la moneda en su plato, será el elegido. El barbero que interpreta Chaplin se la encuentra y, disimuladamente, introduce la moneda en el plato del comensal que está a su derecha, que a su vez hace lo mismo, y así sucesivamente hasta que la moneda da la vuelta entera a la mesa y recae nuevamente en el plato del infeliz barbero, que esta vez ya no puede escabullirse y resulta elegido.

Detengámonos un momento en la escena y su contexto, al margen de la genial clave de humor que la preside. Todos están de acuerdo en que hay que matar al dictador, para el bien suyo y de la humanidad; saben que han de hacerlo, que conlleva un alto riesgo y asumen que la misión la tendrá que llevar a cabo necesariamente uno de ellos. Pero ninguno de ellos desea ser el elegido. Sólo la aceptación de unas determinadas reglas del juego permitirá que se decida quién es el sacrificado. Es la típica y eterna contraposición entre lo individual y lo colectivo. Una vez designado, el elegido no tiene otra opción que cumplir con el deber que se le ha encomendado o convertirse en un renegado y un cobarde. Aquí el procedimiento de designación es aleatorio; en la realidad suele ser más arbitrario.
(To be continued)

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