dimecres, 4 de gener del 2017

Los límites de Occidente (¿Antropología del islamismo?) III


Como muy acertadamente remarcó André Glucksman, estamos ante un explícito discurso del odio y del rencor; contra Occidente, pero no entendiendo por tal ninguna abstracción, sino una muy materializada concreción: el modelo de sociedad abierta, en el cual no puede encajar de ninguna manera un modelo teocrático como el del Islam. Porque el islam, como el cristianismo, se caracteriza por su vocación universal, y como se ha demostrado históricamente, no puede resignarse a ser una secta más entre tantas; va contra su propia esencia. Y ello vale también para la religión considerada desde una perspectiva materialista y como el trasunto ideológico de un modelo social.

Pero es también un error propio de la corrección política propia de estas sociedades abiertas, obsesionadas por no culpabilizar y estigmatizar a toda una comunidad religiosa, el empeño en focalizarlo exclusivamente como fenómeno terrorista, y tratar de entenderlo sólo en esta dimensión, como una manifestación aislada de radicalismo y fanatismo explicable por sí misma, lo que ha contribuido a impedir que se perciba en su auténtica naturaleza: la de un conflicto cultural entre dos civilizaciones. Un conflicto que será parcial y restringido, o global y generalizado; minoritario o unánime, unilateral, bilateral o multilateral… como se quiera, pero conflicto al fin y al cabo.

Y es también un conflicto  en el cual está muy claro cuál es uno de los bandos en liza, pero no tanto cuál es el otro, en gran parte por la negativa a reconocerse a sí mismo; y ello no sólo porque no admita dicho conflicto, sino también, y muy especialmente, por la falta de autorreconocimiento en sus propios valores y modelo, adulterados y diluidos en un magma sincrético de supuesta multiculturalidad y corrección política, que le lleva a incurrir en una monumental metonimia conceptual, confundiendo el fin con los medios; o algo que no es sino un talante, una disposición, como la tolerancia, con los límites del propio discurso, cuyas categorías constitutivas se ven así metamorfoseadas, de su solidez conceptual originaria, al estado líquido propio del sujeto débil posmoderno.

En este sentido, el creciente auge del islamismo en las sociedades occidentales ha sido más bien el resultado de la debilidad de dichas sociedades en la defensa de sus propios valores y modelo, incurriendo autoinducidamente en la falacia de derivar conocimientos y categorías a partir de principios. Es decir, como diría Kant, dándole uso constitutivo a lo que es sólo regulativo. Sería el caso, por ejemplo, del relativismo cultural, que de ser un modus operandi, ha pasado a constituirse en categoría fundante de todo posible discurso, alrededor de la cual han de orbitar, subordinadas, el resto de categorías. Todo ello so pena de incurrir en el nefando pecado de etnocentrismo y verse metido en ruidos con el nuevo Santo Oficio de la corrección política por decir, por ejemplo, que la ciencia occidental es un discurso más avanzado e intelectualmente superior a la cosmología de los dogones, o que entender funcionalmente el concepto de cultura no autoriza a equiparar epistemológicamente la medicina occidental con el chamanismo de la islas Trobriand... O que las sociedades musulmanas están todavía en gran medida bajo un modelo teocrático muy similar al que imperaba en la cristiana Europa del siglo X…

Algunos, generalmente desde la derecha política más extrema, consideran que este estado de indefinición es el resultado del abandono, por parte de las sociedades occidentales, de sus valores cristianos originarios y fundantes, cuyo extravío ha propiciado el relativismo y el nihilismo actuales. Y es un error. Porque los valores que Occidente ha perdido no son precisamente estos, sino los fundantes de la actual civilización occidental: los propios de la Ilustración, igual de cuestionada desde fuera que desde dentro de las sociedades que han resultado de ella. Volveremos sobre esto en la próxima entrega.

Porque la incompatibilidad real del islamismo no es con el cristianismo, sino con los valores ilustrados; exactamente de la misma manera que las sociedades occidentales actuales no son el resultado de la evolución y progresiva secularización del cristianismo –una religión tan insecularizable como la musulmana-, sino de su negación y superación dialéctica desde el humanismo renacentista de los siglos XV y XVI, y el racionalismo y la revolución científica del XVII, que cuajarán en el XVIII en los valores de la Ilustración.

En realidad, la Ilustración es el gran enemigo de todo modelo teocrático, sea cristiano, musulmán o tibetano. Que el cristianismo se haya secularizado no debería llevarnos a confusión. Más que secularizado, el cristianismo –en sus distintas formas- fue domeñado por las propias sociedades y sus valores dominantes, y se tuvo que resignar a adaptarse a una realidad que históricamente le había superado. Lo que cambió no es el cristianismo, sino los valores y el modelo de sociedad. Un proceso de superación dialéctico por el cual no han transcurrido (al menos todavía no) las sociedades islámicas con respecto a la religión mahometana.
Así pues, la diferencia real entre las religiones cristiana y musulmana no se encuentra tanto en sus respectivos credos, sino en los valores y en los respectivos modelos de sociedad donde se encuentran arraigadas. Las sociedades occidentales pasaron por la Ilustración, las musulmanas no. Lo paradójico de Occidente es precisamente que después de siglos de revoluciones -culturales, científicas, políticas, sociales, económicas…-, y de haber conseguido domeñar al cristianismo, se le esté colando ahora el islamismo por la puerta trasera de la inmigración y no se quiera dar cuenta de que se trata de una segunda versión de lo mismo.

No sorprende tanto, en cambio, que la izquierda romántica y anarcoide, hoy lamentablemente hegemónica, tienda a ver al islamismo con simpatía: comparte su aversión por el espíritu de la Ilustración. Sólo así se explica el contraste entre su inquietud por el hecho de que las mujeres no puedan presidir los rituales religiosos cristianos, y su culpable silencio por la situación de las mismas en los países musulmanes; o que sólo se condenen las condenas cristianas de la homosexualidad... 

Se trata, en definitiva, de mucho más que de una simple guerra entre religiones.

(To be continued)

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