La Historia es un saber
idiográfico, y en el plano que les corresponde como derivados de ella, la
Sociología y la Política también... hasta la Economía lo es en gran medida, pese a quien pese.
Cada fenómeno abordado como objeto de conocimiento desde estas disciplinas
tiene unas singularidades propias que lo hacen único e irrepetible. Podemos
establecer el comportamiento de un gas bajo unas determinadas condiciones de
presión y temperatura, pero no podemos saber qué hubiera ocurrido si Julio
César hubiera sobrevivido al atentado que acabó con su vida o si Cataluña
hubiera alcanzado su independencia el 11 de septiembre de 1714.
Tampoco, por las mismas
razones, podemos saber en qué sentido derivará una determinada situación
política. Podemos intuirlo indiciariamente, pero siempre, o en el mejor de los
casos, estaremos a medio camino entre la profecía y la predicción. Esto no es
ciencia. No es mejor ni peor, ni superior ni inferior a otros ámbitos de conocimiento
como puedan ser la Física o la Química; es, simplemente, lo que hay.
Sirva este exordio de
justificación previa a las tesis y juicios que desarrollaré en este artículo.
Ni pretendo estar en la verdad absoluta ni pienso que nadie lo esté, pero
intentaré argumentar por qué considero ineludible la celebración de un
referéndum en Cataluña, por qué pienso que hasta podría contribuir como
revulsivo a la superación de buena parte de los estigmas históricos españoles y,
también, por qué considero que el empecinamiento en rechazar tal referéndum es
un error que todos podemos acabar pagando muy caro.
Hoy
por hoy, el independentismo no es mayoritario en Cataluña, pero sí es
indiscutiblemente hegemónico. A ello hay que añadirle
también una buena parte de la ciudadanía catalana que, sin sentirse
independentista, tampoco se identifica con la idea de españolidad que
tradicionalmente se ha suministrado como antídoto contra el catalanismo en
general. Un sector ciertamente heteróclito, pero que puede coincidir
coyunturalmente con algunos de los argumentos del nacionalismo. Una cosa es el
diagnóstico y otra la terapia. La sincronía con ciertos aspectos del
argumentario independentista no implica que se comparta el ideario. Ignorar
esto, o asociarlo al independentismo, es un error cabal. También hay,
indudablemente, un tercer sector claramente españolista, en el sentido de no
contemplar la posibilidad de secesión bajo ningún concepto. Como en el anterior
grupo, hay también muchos matices, pero esto les uniría.
Es difícil establecer una
estadística fiable de la proporción en que estos tres sectores, con sus, las
más de las veces, difusas fronteras, se distribuirían entre la sociedad
catalana. Máxime si tenemos en cuenta que la mayoría de las encuestas
realizadas con este objeto vienen todas ellas con un sesgo marca de la casa que
los haya pagado. Tampoco las multitudinarias manifestaciones independentistas deberían
dar a entender una mayoría independentista, pero sí un recalentamiento del
sector nacionalista que se desplaza hacia el independentismo explícito. Y eso
sí, con unos niveles de activismo militante que, con los debidos márgenes
estadísticos, dan más bien a pensar que son todos los que están y están todos
los que son.
En las últimas elecciones
generales (2011), los partidos explícitamente independentistas obtuvieron un
total del 35.85% de votos (1.258.508 votantes), con un 66.82% de participación.
Un año después, en las últimas
autonómicas del 2012, y con un (sorprendente) índice de participación de un
69,56%, el total de las formaciones independentistas fue un 47.46% (1.787.656
votantes).
En relación al total del censo
electoral, el voto independentista en las generales del 2011 fue de un 23.42%;
en las autonómicas del 2012, un 33.15%. Contra lo que había sido «normal», hubo
mayor participación en las autonómicas que en las generales, un 69,56% contra
un 63,52%; un 6.04% más.
En apenas un año, el voto
independentista se incrementó en un 7,5%. En cifras se corresponden a un aumento
de más de medio millón de votos. Una cifra nada desdeñable, y que da a pensar,
sin necesidad de darle demasiadas vueltas, que el aumento de participación en el
2012 obedeció a una movilización del independentismo; y también, que las
cohortes generacionales que se incorporan por edad al derecho de voto, lo hacen
masivamente al independentismo. La tendencia está ahí. No es mayoritario, pero
amenaza con serlo en breve.
Tampoco
el auge del independentismo en Cataluña es un fenómeno coyuntural de respuesta
a la crisis económica. No cabe duda alguna que ha
coadyuvado a ello, pero hay razones subyacentes de calado mucho más profundo
que no se pueden entender por la simple coincidencia sincrónica del ascenso del
independentismo con la crisis.
El auge del independentismo es
más bien el resultado de un proceso que, azaroso o meticulosamente calculado,
ha cuajado en «feliz» coincidencia con una crisis que le ha dado si cabe más
pábulo. Pero considerar que la hegemonía del independentismo se debe a la
crisis económica es un error, uno más de tantos que se han cometido a la hora
de desentenderse de Cataluña y de su realidad desde el resto de España.
El
talismán de la propuesta independentista es un referéndum por el «derecho a
decidir» del pueblo catalán. Tal vez fuera inicialmente un farol concebido como
arma de presión por unas élites seguras de su control sobre las correas de
transmisión auspiciadas por ellas mismas. Pero si en algún
momento fue así, ya no lo es. La prueba más fehaciente de ello son los resultados
de las elecciones del 2012. Hoy son dichas correas de transmisión las que marcan
la agenda independentista de un gobierno que, hipotecado a su vez por el primer
partido de la oposición -ubícuamente oposición, socio y conciencia- se ha convertido,
por convicción, por vocación o por estupidez, en rehén de sí mismo.
Por su parte, la propuesta
de un referéndum ha cuajado plenamente entre un sector de población mucho más
amplio que el estrictamente independentista. Las razones de ello son de lo más
variado y van desde la consciencia de las particularidades catalanas con
respecto al resto de España, hasta la estética democratizante de la propuesta.
Así es como se ve entre la mayoría de la población catalana, como un derecho
cuya prohibición se interpreta mayoritariamente como una imposición arbitraria
sin solución de continuidad. Al menos desde este punto de vista, los
independentistas están ganando las batallas ideológica y de la imagen, porque con la propuesta
de referéndum, la patata caliente se sitúa en el tejado del Estado. El problema
está ahí delante, y no querer verlo es contribuir a acrecentarlo.
La percepción que la población de Cataluña tiene en estos momentos de forma mayoritaria, y con independencia de su origen o condición, es que la región más rica de España, la más competitiva y la que mayor proporción de PIB aporta, no está considerada ni tratada como debe; más bien al contrario, aviesamente o negligentemente discriminada. Luego están los recortes del Constitucional al Estatuto -perfectamente instrumentalizados como arma propagandística-, competencias que se le recortaron a Cataluña que sí tienen otras autonomías y, cómo no, el agravio comparativo con vascos y navarros -el pacto fiscal que a Cataluña se le niega-, así como la creciente percepción según la cual si a los vascos se les concedió y a los catalanes no, fue por otro tipo de motivaciones fácilmente detectables. Y todo esto por no hablar de ciertos anti catalanismos viscerales que saltan a la palestra con recurrente regularidad, interpretados por histriones que bien podrían ser topos del independentismo más radical. La diferencia no se notaría. Una imagen según la cual hay quien pertenece a España y hay quien la posee.
No digo que nada de esto sea una verdad objetiva, pero sí afirmo que lo es, con más o menos intensidad, para una buena mayoría de la población de Cataluña. Y esto es un problema muy serio. Porque abona los caladeros independentistas.
Desde
un primer momento, la propuesta de referéndum topó con la tajante negativa de
los poderes del Estado. El principal argumento aducido es de
naturaleza jurídica, el marco legal constitucional no lo permite. La
comparación con el caso del referéndum escocés en la Gran Bretaña, se dice, no
sirve; porque en Gran Bretaña su marco legal lo permite, en España no. Subyacen
a las consideraciones jurídicas, cómo no, otro tipo de valoraciones más subjetivas de lo que nadie está dispuesto a reconocer.
El debate jurídico que se ha
organizado sobre el tema, como todos los de esta naturaleza en España, ha
estado fuertemente ideologizado. Algunos juristas explícitamente
no-independentistas han argüido que sí es posible, los más, que no. Para algunos,
tal referéndum, de convocarse, debería serlo en toda España; para otros, lo que
se debería dilucidar en tal referéndum sería la modificación de la Constitución...
El pasado 8 de abril, el
pleno de Las Cortes rechazó, por abrumadora mayoría, la delegación de la
competencia para organizar consultas a la Generalitat. Los argumentos aducidos
fueron de naturaleza jurídica: el gobierno no tiene esta competencia, ni el
Parlamento, porque para esto haría falta modificar la Constitución. Técnicamente, el debate era éste. Políticamente, se rechazó también de plano tal posibilidad.
Desde el punto de vista
legal, probablemente sea así. Pero el problema no es legal, sino político. Nos
estamos enfrentando a un hecho no previsto en la Constitución. Luego, o no
sirve la Constitución, o no sirve el hecho. Se optó por lo segundo.
Podría parecer que la patata
caliente ha vuelto al tejado de los independentistas. Mientras el gobierno de
la Generalitat insiste en que buscará
la manera de convocar legalmente el referéndum y, en caso de que no fuera
posible, convocaría elecciones «plebiscitarias» sin más precisiones, sus
correas de transmisión insisten en la convocatoria del referéndum el 9 de
noviembre y anuncian la proclamación unilateral de independencia para el 23 de
abril de 2015. Proclamación para la cual bastaría la mayoría simple en votación
del Parlamento catalán.
Por su parte, desde las
correas de transmisión del «otro lado», empiezan a aparecer jeremíacos informes sobre las
nefastas consecuencias que la independencia tendría para la economía catalana, su
salida de la UE, del euro y de los
aciagos días que nos aguardan tras la independencia. A la vez, también desde instancias más o menos paragubernamentales (pág. 35), se alerta, junto a las consecuencias económicas, de los
mecanismos legales al caso para impedir tal despropósito, concebidos como hipótesis de trabajo, cuya versión más
extrema sería la suspensión de la autonomía catalana, la ilegalización de los
partidos que hubieran apoyado la iniciativa y la encarcelación de sus líderes. O
sea, la Guardia Civil y, caso de resultar necesario, los tanques.
Vaya por delante que, en mi opinión,
esta última opción sería la mejor manera de asegurar la independencia de
Cataluña en un plazo máximo de cuatro o cinco años, y que por lo tanto, sería
el peor de los errores que el gobierno podría cometer. Pero vayamos por pasos.
No creo que la patata
caliente esté precisamente ahora en el tejado independentista, sino en el del
gobierno, o si se prefiere, del Estado. Y ello fundamentalmente en razón de la
asimetría que se da en un desafío de este tipo entre los dos bandos en litigio.
Porque uno de los lados es el Estado de derecho... Aunque sólo fuera por este
«pequeño» detalle, la patata caliente sigue en el tejado del gobierno, que es
quien tendrá que mover ficha sino quiere seguir a expensas de las iniciativas
del contrario.
El Estado puede ciertamente
mandar al ejército en caso de declaración unilateral de independencia, y hasta
podría ser que fuera legal desde el punto de vista estrictamente constitucional,
pero su legitimidad moral quedaría tan irremediablemente dañada que, a la par
que alimentaría a los sectores más duros e intransigentes del nacionalismo
español, mucho me temo que al cabo de muy poco tiempo tal acción se le
revolvería en contra como un boomerang. Parece, en cualquier caso, mucho más
prudente e inteligente evitar que tal situación llegue a producirse.
Y para evitarlo lo tiene
todo en su mano, sólo se le requiere inteligencia política. Tomando la iniciativa,
cortando de cuajo el nudo gordiano y convocando el referéndum, el Estado, no la
Generalitat, realizando previamente los cambios legales que se ajusten al
problema que plantean los hechos, que para esto es para lo que está la
legalidad. Por ahora, el gobierno se está limitando a decir que no. El problema es que si no hay referéndum, cualquier escenario es posible. Si lo hubiere, en cambio,
no.
Ante los inciertos e indeseables escenarios
que se abren, lo más sensato sería evitar que se produzcan las situaciones que los
puedan hacer posibles. Y para ello, tal como están las cosas, no veo otra
alternativa que la convocatoria del referéndum por parte del Estado; un
referéndum que debería gestionar y llevar a cabo el propio Estado, con todas
las garantías legales de rigor. Unas garantías que no se darían en un
plebiscito convocado por la Generalitat y, menos aún, si irrumpiera la Guardia
Civil a requisar las urnas.
Con esta medida, el Estado tomaría
la iniciativa por partida doble. Por un lado, la patata caliente se quedaba
definitivamente del lado independentista, porque la legalidad de tal
convocatoria sería indiscutible y porque, constitucionalmente, es al Estado a
quien le correspondería organizarla porque cuestión de Estado es. Por el otro
lado, la batalla de la imagen tomaría un giro inesperado porque, entre otras
cosas, los sectores más recalcitrantes del independentismo le negarían al
estado la potestad de organizar el referéndum en Cataluña, pero no podrían
impedirlo y, de oponerse, quedarían desacreditados ante la inmensa mayoría de
la población, catalana y española. La imagen peyorativa de una cierta España
que, con fundamento o sin él, goza de gran arraigo, quedaría redimida, y la
intolerancia y el fanatismo de algunos, quedarían a su vez en evidencia. Y el
cambio de actitud de muchos, me atrevo a asegurar que también.
La convocatoria no tiene por
qué ser inmediata, pero su anuncio sí. Cada día que pasa se está perdiendo un
tiempo precioso. Si hay que cambiar la Constitución, pues se cambia. Sólo se
requiere un pacto de estado por parte de agentes que estén a la altura del
mismo. El anuncio por parte del Estado le sitúa, además, en posición legítima
para establecer las reglas del juego. Debería convocarse en un plazo de entre
dos y dos años y medio -algo parecido a como lo gestaron los gobiernos
británico y escocés-, y durante este periodo, las distintas partes tendrían la
oportunidad de explicar sus posiciones y las consecuencias de cada una de las
opciones. Entonces sí tendría sentido explicar si a la economía catalana le iba
a ir bien o mal, qué pasaría con la deuda, qué modelo de sociedad proponen los distintos grupos
independentistas y, desde luego, acotar ciertos aspectos que hasta ahora se han
tratado con una ligereza más que preocupante.
El primero son los términos
de la pregunta del referéndum. La fórmula planteada por la Generalitat no es
que sea confusa, sino manifiestamente tramposa. Nada de subterfugios. La
pregunta ha de ser clara y diáfana, sin dobleces ni repliegues: ¿QUIERE USTED UNA CATALUÑA INDEPENDIENTE, "SÍ"
O "NO"? Sin más.
También contribuiría a
establecer los términos y las mayorías. Un referéndum para decidir la
independencia no es una cosa que se pueda hacer cada día, y es una decisión de gran
trascendencia que no sólo ocupa a las actuales generaciones, sino también a las
venideras. Una simple mayoría del 50,01% contra el 49,99% no es suficiente para
una decisión como ésta, se mire como se quiera. Igualmente, la participación no
es tampoco un tema baladí. Se podría establecer un requisito mínimo de
participación de dos tercios del electorado (66%) y el voto afirmativo de las
tres quintas partes (60%) para que la decisión fuera válida y vinculante.
Nadie en sus cabales podría
oponerse a términos tan razonables de tiempo -para informarse y reflexionar-,
de participación -dada la envergadura del tema- y de decisión -por idénticas
razones-. Los Estados fuertes de verdad son precisamente los que no precisan
recurrir al uso de la fuerza contra sus propios ciudadanos, ni temen timorata o
furibundamente que, a las primeras de cambio, éstos les den puerta.
La gran pregunta es si
España será capaz de esto. El hecho es que es ineludible que lo sea. No sé si
es demasiado pedir, pero es la última oportunidad; la última oportunidad de
España, no de Cataluña.
Coincido en gran parte con el buen analisis del proceso catalán que hoy nos trae, pero permitame añadir alguna consideración: el estado español no puede realizar un acto inteligente como sería convocar un referéndum precisamente por culpa del adjetivo "inteligente", ellos no son muy inteligentes, o si los son se dejan llevar con facilidad por la astracanada y la bravuconeria. Así les pasó durante todo el sigo XIX en las colonias que perdieron de mala manera y con una gestíon pésima. Su cortedad de miras es antológica, basta recordar a Cánovas del Castillo y su "Cuba jamás sera independiente" (7 meses depués Cuba se independizó). Para ellos el referéndum no es una cuestíon baladí, es nuclear en concepción esencialista y unitaria de España: no hay más que un sujeto soberano. Permitir un referéndum sería reconocer otro sujeto soberano, sería darse con un canto en los dientes y descubrir la verdadera realidad de España: su plurinacionalidad. Misión imposible para las huestes españolas. Su tradición es otra, arranca , como nos indicaba Umbral en su Leyenda del César Visionario: “ en Burgos, Francisco Franco, dictador de mesa camilla, merienda chocolate con soconusco y firma sentencias de muerte”.
ResponEliminaSí, qué duda cabe de la verdad de sus afirmaciones. Y la descripción de Umbral, soberbia. No tengo la menor duda, hay quien pertenece a España y hay quien la posee. Lo más gracioso es que las élites independentistas piensan exactamente igual con respecto a Cataluña.
ResponEliminaEn cualquier caso la realidad es tozuda. Fíjese usted, mi anónimo interviniente, cómo hasta la sobrada Gran Bretaña, plenamente consciente de ello, se molestó en dotar a Gibraltar de un estatus jurídico que impida considerar legalmente al peñón como una colonia. Aquí con Ceuta y Melilla, a la que se enrarezca un poco el contexto, y se enrarecerá tarde o temprano, se liará la marimorena y, una vez más, el ridículo y el esperpento. Si Gibraltar es Ceuta y Melilla, Escocia es Cataluña o el País Vasco...
Sí, seguramente tiene usted razón, es mucho pedirle a la clase política española. Pero no por ello deja de ser ineludible. O eso o al basurero de la historia. El problema es que al cubo de la basura siempre nos envían a los mismos, unos y otros.
Luego hay un sector poblacional que nadie quiere ver, ni en Cataluña, ni en España: los españoles que tenemos unas ganas de que Cataluña se largue, que no vemos. Y no es ninguna broma. Hay una cantidad de gente en España, que queremos que el proceso catalán salga "bien" y que tenemos que tener mucho cuidado de abrir el pico por vivir en territorio "hostil". Lo digo y lo siento de corazón, tengo unas ganas de que Cataluña se las pire (y el País Vasco después), que desde hace 2 años, vivo sin vivir en mi. Entusiasmado, como no estaba desde hace muchos años. Dios quiera, que salga "bien" y que los catalanes no se arruguen y tiren p'alante. Por favor que no se echen atrás. Y lo que más odio, son los negociadores, los "arregladores", que lo único que quieren es amargarnos la vida al resto para continuar a rastras una convivencia imposible. Cada uno por su lado y a vivir (todo esto, bien calladito, claro, no te vaya a oír el colega del café de por la mañana, que te cruje). Somos una minoría, pero a lo mejor nada despreciable.
ResponEliminaYa veo, ya veo... Claro que, bien pensado, si resulta que a los catalanes no les dejan irse, a lo mejor podría considerar la posibilidad de largarse usted. Créame, yo lo estoy considerando por razones contrarias.
ResponEliminaMire caballero, en el caso de la posible independencia de Cataluña, habrá perjudicados, y BENEFICIADOS. Como en la independencia de Cuba, hubo regiones perjudicadas y BENEFICIADAS. No todos somos madrileños fanáticos de la banderita del puñetero torito. Ni todos tenemos un cariño excesivo por cómo está construida la España del 78. Aquí hay cálculo silencioso. Malquerencias y rencores antiguos. "Quítate tu que me pongo yo". Y en el caso de una secesión catalana, los equilibrios de España cambiarán de forma radical. Para mal y para bien, depende de dónde hablemos. No todos pensamos en "madrileño" ni todos pensamos en "mediterráneo", en España hay otros intereses y querencias. No sólo existe Madrid o Cataluña, que es un error típico.
ResponEliminaMi querido Don José. No creo haber dado en ningún momento, ni en este post ni en ningún otro, la impresión de que pueda estar adscrito a los tópicos sobre "madrileños fanáticos, banderitas y puñetero toriro". Si, como deduzco de sus escritos, me incluye usted entre los que piensan así, sólo puedo decirle que debo haberme explicado muy mal, porque no parece que haya conseguido que usted me entienda.
EliminaGracias por su paciencia, Xavier. No le incluyo en eso.
EliminaCreo que don José da en la diana. Lo mejor para todos sería ue Catalunya se independizase. Para qué nos vamos a engañar, lo que no puede ser no puede ser ¿Cuántas veces va tener que estar Catalunya intentando independizarse? En el siglo XVII ya lo intentó, y de hecho fue independiente un par de años, con Pau Claris, después en la primera y la segunda república, ahora otra vez ¿necesitamos aún más pruebas que catalanes y españoles son irreconciliables?
ResponEliminaBe side, como intenté de apuntarles ayer, España es una nación no nata, un estado fallido que no ha sabido unificar los distintos pueblos que la conformaban creando un sentimiento de pertenencia a un proyecto común, cosa que sí supo hacer Francia, gracias sobre todo a la Revolución francesa. A ello hay que darle gracias a la vetusta iglesia católica, a unas monarquias tronadas y a unas castas dirigentes unanimamente inútiles. O sea.
No tan deprisa, que parece tener usted mucha. Lo de Don José creo que es hastío, sin duda motivado, pero hastío. Mire usted, aquí el gran problema es el nacionalismo emanado del carlismo, del restauracionismo, de las nefandas cabezas tonsuradas y de unos milicones que llevaban trecientos años perdiendo una guerra tras otra. Nunca olvide que el desastre de España es una obra colectiva.
ResponEliminaUsted dirá lo que quiera, pero yo sigo sin tener ningúna razón como para no ver en ciertos personajes conspícuos del nacionalismo catalán, la menor diferencia antropológica con respecto a sus correlatos castellanos. Y aunque usted pueda costarle creerlo, le aseguro que hay gente perfectamente homologable a VOX entre en independentismo. Le diré más aun, lo del oasis catalán es un mito que nunca fue; es una charca maloliente. Tampoco tengo ninguna razón como para pensar que la iglesia catalana haya sido menos mala que la del resto de España...
Luego, desde mi visión de la historia tengo serias dudas sobre sus afirmaciones en relación a las "tantas" veces que Cataluña haya intentado independizarse. Me temo que es usted más bien víctima de lo que Max Weber llamaba los "centros de interés" en nuestra inevitablemente retrospectiva proyección sobre el pasado. No tengo nada claro que lo del XVII fuera una insurrección independentista. Ni lo de la guerra de sucesión. En la I República, no me constan proclamaciones independentistas, y los federalismos o los cantonalismos no eran en modo alguno una peculiaridad catalana...
No sé...mire usted y resumiendo. Puede que España como nación política haya salido parcialmente fallida, sí, pero es lo único que tenemos, porque lo otro serían microestados dirigidos por pseudoélites provincianas, preilustradas y cleptocráticas. No es que las élites españolas -síntesis, al fin y al cabo, de las anteriores- sean mucho mejores, nada de esto, pero hay una cierta tradición de Administración y, más recientemente, de Estado de derecho que a sus clónicas locales les repatean aún más que a éstas. De manera que no, no creo que lo mejor para todos sea que Cataluña se independice... Al menos yo, no tengo ningún interés en pasar de ser ciudadano a súbdito. Y créame, la tendencia de algunos es tan evidente que tras los trajes Armani se puede ver perfectamente como asoma la pata de cabra.
Lo siento, pero no en mi nombre. Un saludo y gracias por su educación.
Solo apuntar dos cosas. Sí, tenemos prisa, mucha prisa ¿o es que usted se encuentra bien en medio de este interminable sainete? ¿No cree que España se asemaja demasiado a Macondo y a sus cuatro años y nos se cuantos meses de inundaciones? Tener prisa se impone hoy como una exigencia ética y estética frente a la barahúnda existene.
ResponEliminaTambién indicarle que agradezo sú "gracias por su educación" aunque me ha sorprendido levemente ¿Acaso presupone usted que los que le puedan interpelar en este su interesante blog cabiera que fueran a ser unos perfectos maleducados?
Gracias por su cortesía.
No, claro que no. Era una fórmula retórica de cortesía en el sentido de agradecer la aportación de otros puntos de vista. Simplemente. Muchas gracias de nuevo.
ResponElimina