diumenge, 26 de febrer del 2023

 EL CASO ROALD DAHLO EL SÍNDROME DE MOGAMBO

‘Mogambo’ (John Ford, 1953) fue un típico producto cinematográfico made in Hollywood para consumo de masas, con director afamado y un reparto estelar, ni más ni menos que Clark Gable, Ava Gardner y Grace Kelly. No era para nada contemplable prohibir su exhibición en las salas de cine, ni siquiera en la España franquista de los años cincuenta del siglo XX, con la dictadura babeando para ganarse el puesto de paje menor de los EEUU.
Pero en la película había un adulterio, concretamente, entre Clark Gable –liado a su vez con Ava Gardner- y Grace Kelly, esposa del pagano del safari, un joven zoólogo interesado en investigar a los gorilas. Tal vez para el nacional-sindicalismo falangista, más chusco y golfante, la cosa no fuera tan grave, pero para el nacional-catolicismo era una línea roja infranqueable. De modo que los censores tenían un problema. Porque tampoco servía de nada recurrir al manido corte de las escenas más explícitas: no las había, sólo insinuaciones. Y el affaire entre el talludito cazador de leones y la joven victoriana era el insoslayable núcleo de la trama argumental. ¿Qué hacer entonces?
Acaso algo transidos y atribulados, los censores perpetraron una chapuza que ha pasado a la historia: alterar los diálogos en el doblaje al español, de tal modo que en lugar de marido cornudo y esposa adúltera, fueran hermano y hermana. Pero no cayeron en la cuenta de que, al suprimir el adulterio para salvar el romance, estaban introduciendo un incesto, que en la jerarquía pecaminosa sería mucho más grave, casi un acto contra natura. Las chanzas y el ridículo fueron monumentales. La mofa y la befa del personal. Además de censores, eran estúpidos.
Casos de prohibición censora los ha habido desde siempre, así como también plagios y distintas variantes de un mismo relato. Ya en la antigua Grecia, algunas versiones de la leyenda de Paris y Helena relataban que la pareja, tras huir de Esparta, recaló en Egipto, donde fueron felices y comieron perdices, y que Afrodita envió dos monigotes animados a Troya para que aqueos y teucros se mataran entre ellos; y para que Homero pudiera crear la Ilíada. O que a Ulises, nada más poner los pies en Ítaca, lo mató de un flechazo su hijo Telémaco al confundirlo con un pordiosero. En otra línea, hay quien ha sostenido que en la introducción del Santo Grial en la Materia de Bretaña hubo intervención de la Iglesia, preocupada por el éxito de la pecaminosa corte de Camelot, donde el cuerno de la abundancia no era precisamente el bíblico, y que los íntegros y moralmente irreprochables Galahad, Bors y Perceval funcionaron como la réplica a la anterior generación de frivolones como Lancelot, Gawain, Tristán y tuti quanti. Esta vez no quemaron nada, pero produjeron un modelo ético alternativo.
También en el campo de los cuentos infantiles hay distintas versiones escritas del relato de Caperucita Roja desde antiguo. En la de Perrault (1698), el lobo se come a Caperucita y a su abuela; en la de los Hermanos Grimm (1812), en cambio, ambas se salvan in extremis. Incluso existe una versión cinematográfica del conde de Montecristo –Kevin Reynolds (2002)- en la cual recupera a su querida Mercedes, y hasta al hijo de ésta, habido de su matrimonio con el pérfido Fernando Mondego, que resulta ser hijo biológico del mismísimo Edmundo Dantés. De traca.
Hay también casos de plagio por apropiación o impostura, y simplemente de plagio puro y duro, con puntos y comas incluidos. Así el Quijote de Avellaneda, cuyo autor se apropió del universo cervantino para escribir su supuesta segunda parte. O la genial broma y brillante fabulación literaria de Jorge L. Borges en su ‘Pierre Menard, autor del Quijote’. Un autor imaginado, el tal Menard, que decide reescribir un Quijote para el público del siglo XX, copiando literalmente la obra cervantina hasta en sus más ínfimos detalles. En fin, que de seguir por esta senda, no acabaríamos nunca… Visto así, ¿tan grave es lo de Dahl?
Pues sí. Sí lo es. La cuestión es en qué modelo de los que hemos visto encajarían los reescribidores de la obra de Roald Dahl. Sabemos que se ha decidido suprimir las evocaciones y la fascinación que algunos de sus personajes sienten, por ejemplo, por Conrad o por Kipling, reemplazándolos por otros más «cómodos». También que la protagonista de una de sus obras más conocidas no será a partir de ahora cajera de supermercado, sino científica de éxito. Quizás sea porque está feo ser pobre. Pero tampoco, porque palabros como «fea» o «gordo» también se han suprimido expeditivamente, por ofensivos hacia cualquiera que pudiere sentirse agraviado por tales desconsideraciones. Ya pasó lo mismo, por cierto, con Mark Twain o con ‘Lo que el viento se llevó’. Y con tantos más.
Todo muy woke, cómo no, para así garantizar el bienestar y la estabilidad emocional de todo el mundo y que nadie se sienta ofendido o peyorado, y pueda percibirse como un Adonis, una Venus o un Premio Nobel, según los anhelos de cada cual.
Algunos apuntan a la idea de que esta «revisión» responde a criterios comerciales… En fin, puede que así sea, pero no acierto a ver el beneficio comercial de mandar la obra de un buen autor y superventas al estercolero. Sí, puede que con ello se dé pábulo a autores más woke e intelectualmente dóciles, pero el beneficio será el mismo, se trate de un escritor fallecido hace más de treinta años o de una joven promesa woke que no sepa redactar con subordinadas. A menos que se trate de quitar de en medio al primero, claro. Pero entonces sería otro tema.
Y es que es otro tema, aunque incluya al anterior en todas sus perversiones. Se trata de falsear la realidad y ocultar la historia, para construir la ficción de que determinadas cosas que ocurrieron o que, simplemente «fueron» o «son», y que seguirán «siendo», no hayan existido jamás, por el procedimiento de que no «estén» en las mentes hodiernas; que no tengan lugar en su marco categorial. Y cualquier clásico, antiguo o moderno, precisamente por serlo, es un serio inconveniente para para tal empeño.
Porque leyendo en Roald Dahl una evocación a Joseph Conrad o a Rudyard Kipling, existe el riesgo de que el lector se interese por tales autores. Y esto es precisamente lo que se trata de impedir. Así que, al infierno con todos, Dahl incluido. Intolerancia, fanatismo y ramplonería, ¿qué duda cabe? Pero sobre todo estupidez. El verdadero modelo de los censores de Roald Dahl no es otro que el de los estúpidos censores de Mogambo, pero de alcance mucho más global y peligroso. Desdeñar la estupidez es un terrible error, porque haberla, hayla, y en sobrebundancia.
Y volviendo al también cancelado ‘Lo que el viento se llevó’, mucho me temo que de haberse llevado algo, fue el poco talento que nos quedaba. Nos quieren estúpidos. O tempora o mores.