Creo que fue Disraeli el que estableció las tres formas que hay de mentir, a saber, la primera decir todo contrario
de la verdad; la segunda, mezclar verdad con mentira; la tercera, dar una
estadística...
En temas educativos hacemos
el pleno, se dan generosamente las tres, y todo para desenfocar un problema cuyas
mastodónticas dimensiones impiden a la vez que, por un lado, la sociedad sea
consciente de la gravísima papeleta que tiene planteada, y por el otro, que ni tan sólo inconscientemente se adopten medidas correctoras. Parece que hasta el
sentido de conservación se haya perdido en esta sociedad trivializada que se regodea
en una narcosis social sólo comparable a la crisis que está padeciendo. Hay
quien piensa que habrá que esperar a que los médicos empiecen a matar pacientes
con diagnósticos erróneos, o a que las obras construidas por los arquitectos e
ingenieros se derrumben a la primera brisilla que sobrepase los 30 km/h, para
que la gente tome conciencia de la gravedad del problema educativo. Nada más
falso.
Por ejemplo, y en relación
al tema que tratábamos ayer, todo el mundo sabe que el título de la ESO se les
está regalando a alumnos incapaces de hacer la O con un canuto, y que buena
parte de éstos son los que luego caen en el colectivo "abandono escolar
prematuro". Si se suman los conceptos de fracaso escolar y abandono
escolar prematuro, tenemos la friolera de más de un 50% de la población escolar
en situación de fracaso escolar real, mondo y lirondo. Esto es lo que hay, pero como no se
puede decir, tiramos de un concepto como el de abandono escolar prematuro, que
nos viene la mar de bien, pero que, en realidad, estadísticamente, responde a
una categoría distinta de la de "fracaso escolar", y sólo es asimilable
a ella si nos hacemos trampas a nosotros mismos, es decir, si nos dedicamos a regalar títulos de ESO para que tal apartado quede
más presentable.
Los políticos maquillan sus
estadísticas, pero a la opinión pública esto ya le va bien. De lo contrario se
vería cara a cara consigo misma y para esto hacen falta unos arrestos de los
que nuestra sociedad carece. La educación está casi a la altura del fútbol. Así
como hasta el más infeliz aficionado cree saber más de fútbol que nadie, en
educación, cualquier garrulo está convencido de que si su hijo suspende es
porque el profesor no sabe explicar o porque le ha cogido ojeriza a su prole. El mensaje pedagocrático ha calado profundamente en
la sociedad porque exculpa de cualquier responsabilidad al destinatario del
sistema educativo, el alumno, y a los responsables de sus actos y educación,
sus padres. En esta exculpación radica el éxito de su amplia aceptación social.
Al haber renunciado a
educar, los padres se han convertido en supervisores de la educación que
reciben sus hijos en otros ámbitos. En realidad, actúan como si hubieran
delegado la educación de sus hijos en instancias subcontratadas. Pero este
error de base no sólo no se ha combatido desde instancia alguna, sino que, muy
al contrario, se le ha dado pábulo.
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