dimarts, 19 d’octubre del 2021

¿ORATE O GENIO? A PROPÓSITO DEL PROFESOR "10"

 


Lo que voy a decir me temo que no gustará a muchos, incluso es posible que ni siquiera me guste a mí. Pero pienso que igualmente hay que decirlo. Así que vamos allá y que sea lo que Dios quiera…

Un profesor de instituto ha sido expedientado y separado de su puesto de trabajo en Asturias por poner sistemáticamente un «10» de nota a todos sus alumnos en la materia de su especialidad, lengua francesa. Uno, la verdad, ha visto hacerlo con seises y sietes, con finalidades siempre tan concretas como inconfesables. Pero lo del 10 es otra cosa. Porque está claro que no se trata de pasar de puntillas, sino de entrar como el elefante en la cacharrería. En una cacharrería que está para el desguace.

Al parecer, el expediente instruido por la diligente inspección educativa consta de 1.500 folios -3.000 páginas, si es a dos caras -. Ardua empresa, el objeto central de cuyas pesquisas cabe suponer que habrá consistido en una pormenorizada investigación, alumno por alumno, para comprobar si, efectivamente, los conocimientos de la materia acreditados se corresponden en cada caso con la meritoria nota obtenida. Es decir, si el dominio que acreditan en francés, insisto, cada «uno» de estos alumnos, uno por uno, son los reflejados en el acto administrativo correspondiente al boletín de notas.

Hay en todo esto algo que me llena de curiosidad, a la vez que me inquieta: qué procedimientos se han utilizado para evaluar por segunda vez a los alumnos en esta suerte de «contrarrecuperación», y si, en tan ímprobo cometido, la inspección educativa se habrá acaso visto obligada a tirar para tal fin de recursos pedagógicamente poco ortodoxos y menos innovadores. Porque acometer dicha tarea sin vulnerar la normativa y sin saltarse los protocolos que rigen en los criterios de evaluación legalmente vigentes se antoja muy difícil, incluso para la inspección educativa. En otras palabras: si hay indicios de irregularidades en la evaluación, los mecanismos de detección de la presunta irregularidad no pueden ser tampoco irregulares. Vamos, que no pueden ser los de la escuela tradicional, tan proscritos como ella misma. No sirve, pues, proceder a evaluar conjunta y memorísticamente a todos los alumnos en un examen único para valorar luego cuantitativamente sus conocimientos de francés según los parámetros de un, como bien sabemos, artificioso currículo. Eso no vale.

Ni tampoco que el inspector se haga pasar por un turista galo que intenta entablar conversación con los alumnos en la puerta del instituto para comprobar qué tal se desenvuelven en la lengua de Molière. Porque si un alumno llegó sin saber nada de francés y ahora sabe ya decir «oui» y qué significa, la mejora es notoria y desde la perspectiva de sus propios procesos, intachable. No hay pues, con la ley en la mano, ninguna razón para no considerar que su aprovechamiento ha sido óptimo. Y si la evaluación ha de ser cualitativa, pero la nota es cuantitativa, ¿por qué no un 10 si el docente entiende que el aprendizaje del alumno ha sido inmejorable dentro de sus posibilidades y su actitud de lo más positiva? Llevan años sermoneándonos con esta cantinela, y reconviniéndonos por no aplicarla. Y para uno que lo entiende, asume y aplica, resulta que lo expedientan.

Este es precisamente el argumento de fondo que aduce el profesor «10» en su defensa, además de poner sobre el tapete la dolosa actitud de la administración en su obligación de velar por la auténtica igualdad de oportunidades. O sea, que la administración actúa hipócritamente imponiendo una normativa que solo se ha de cumplir a medias, hasta allí donde no amenace con hacer saltar el sistema por los aires con todas sus inconsecuencias y sus perogrulladas. Digámoslo claro: manteniendo la cosa en sus controlados niveles de farsa, pero sin adeptos al esperpento, porque entonces son otro tipo de concurrencias las que se ven amenazadas, precisamente las que medraban con la farsa, y luego pasa lo que pasa: que se descubre el pastel; y de esto, ni hablar…

Por mi parte, estoy convencido de que este profesor se ha circunscrito estrictamente, en espíritu y letra, a la normativa y al modelo pedagógico vigente, que ha aplicado con todas sus consecuencias. Otra cosa es que la normativa sea un desatino. Pero esto no es un problema del profesor. Si la ministra Alegría profesa verdaderamente lo que proclama, ya está tardando en acudir en defensa de este docente que no hace sino seguir sus directrices a pies juntillas.

Con respecto al profesor «10», no está claro si nos las estamos teniendo con un orate –es una posibilidad-, o con un genio que ha calculado muy racionalmente los efectos de su acción para poner al sistema educativo contra las cuerdas de sus propios sarcasmos. No se puede inferir lo uno o lo otro de lo que arguye en su defensa, en principio bien articulada y retóricamente coherente, porque vale para ambos casos. No les será fácil a los inquisidores, perdón, a la inspección instructora, encontrar alguna herejía, perdón, fisura pedagógica, en sus argumentaciones, porque son precisamente las del discurso educativo oficial. Y no se puede inferir porque tanto un orate como un genio provocador pueden, si no son imbéciles, defenderse y contratacar con idéntico rigor argumentativo. No será por ahí que le vayan a pillar, porque el hombre se mantiene íntegro y en sus trece.

La diferencia entre el orate y el genio no se dirime pues en el ámbito de lo descriptivo, sino en la intencionalidad última de la acción. Si se trata de un orate, entonces es que de verdad se cree las majaderías que está diciendo. Porque de majaderías se trata, aunque no porque sean enunciados mal construidos, sino porque emanan de un discurso educativo ontológicamente «majadero» en el cual se amparan, que al llevar el orate hasta sus últimas consecuencias, deja atrás el sarcasmo de la farsa para instalarse hasta las trancas en el esperpento. Y esto es lo que incomoda a los farsantes, porque los pone en evidencia. El orate resulta ser entonces un Alonso Quijano que, en lugar de haberse atiborrado la cabeza con libros de caballerías, lo hubiera hecho con tratados pedagógicos al uso, construyendo su imagen de docente ejemplar a semejanza de estos mismos tratados. Materia de la astucia de la razón, que diría Hegel.

Si, en cambio, se trata de un genio provocador, entonces es evidente que no puede creérselo, y que ha buscado allí donde más le duele al sistema para mostrarnos cómo lo podemos poner patas arriba. Y aun valiéndose de los mismos medios que el orate, acredita una ironía que impide al farsante seguir mofándose del bueno de Don Quijote por su enternecedora ingenuidad, porque revela las cartas marcadas de un juego tramposo. Y se convierte en un peligro. Porque estaríamos entonces ante un Sócrates redivivo que se vale de un uso inteligente de la ironía para demostrarnos, por reducción al absurdo, que no es posible tomarse en serio un sistema educativo como este. La clave está en si hay o no ironía inherente a la acción. El orate carece de ella; Sócrates va en cambio sobrado. Descriptivamente los hechos son los mismos, pero las intencionalidad que los anima, no.

Y este es sin duda el dilema en torno al que se mueve ahora mismo la sagaz inspección educativa de los mil quinientos folios. ¿Es un orate o un genio? Porque no entrañan el mismo peligro uno que otro. Si es un orate y lo consideran inofensivo, se le ponen unos molinos para que piense que son gigantes y que se pegue el guarrazo. Adaptado a nuestros tiempos, la administración anda sobrada de recursos para conjurarlo o ridiculizarlo. Incluso pueden sancionarlo con la obligación de asistir a unos cuantos cursillos de formación pedagógica para, luego, previa autocrítica pública por sus revisionismos pedagógicos, redimirlo con alguno de estos premios docentes, patrocinados por rumbosas entidades, con apartamento en Torrevieja incluido. O colocarlo en alguna comisión oficial. Carpetazo y aquí paz y allá gloria.

El problema lo tenemos si no lo consideran inofensivo, si perciben en él un peligro. Porque entonces estamos ante un Sócrates, con su ironía capaz de agitar conciencias, amenazando con que cunda el ejemplo y el chiringuito tenga que cerrar por desfalco y sus dueños dando con sus huesos en la cárcel; o fuera de la cucaña, que es su equivalente. Y de Sócrates ya sabemos también cómo acabó y por qué...

Y para concluir, una confesión: hace años estuvimos considerando en el sindicato organizar una campaña para promover precisamente esto: «Ponte un 10», se iba a llamar. Renunciamos a ella porque llegamos a la conclusión que estábamos como los protagonistas de Buñuel en ‘El Ángel Exterminador’, frente al invisible umbral infranqueable. En definitiva, que no había en el colectivo redaños para traspasarlo, que nos íbamos a quedar aún más solos que Sócrates y con jueces si cabe peores que los que le condenaron. Porque tenía que ser algo colectivo y organizado. Pero sigo convencido de que era, y es, la mejor manera de reventar el sistema por dentro, poniendo de manifiesto sus contradicciones y sus mentiras. A lo mejor «10» nos está señalando el camino... Orate o genio, temerario o valiente, ha puesto el dedo en la llaga. ¡Bien por él! ¡Bien por el profesor «10»!


dilluns, 4 d’octubre del 2021

EL BACHILLERATO «PETER PAN»

 


Traducción al castellano del artículo publicado en catalán en la Fundación Episteme


Una de las precategorías subyacentes al discurso educativo hegemónico es la creencia en la idea rousseauniana según la cual el ser humano nace bueno, porque lo es por naturaleza, y la sociedad lo corrompe a medida que se va socializando según crece. Una «verdad» que dista mucho de haber sido contrastada, que carece de base científica y que los resultados de los experimentos llevados a cabo parecen más bien haber desmentido con rotundidad. Pero que sirve a su vez como pretexto a ciertas ingenierías sociales que, con finalidades muy distintas, se sirven de ella para perpetrar sus propios objetivos.

En línea coherente con esta idea de la bondad innata, nuestro sistema educativo se caracteriza por el énfasis en un subjetivismo a ultranza propio del psicologismo educativo –que no necesariamente Psicología de la Educación-, de acuerdo con el cual, si aislamos a los niños –y a los adolescentes- de cualquier influencia social perniciosa,  su propio psiquismo alumbrará y desarrollará «espontáneamente», con las correspondientes tutela y ayuda psicopedagógica, las virtudes naturales que, de otro modo, se malogran al truncar el proceso de desarrollo «natural» en el ser humano.

De esto se colige una consideración estática, fijista, del psiquismo propio de las edades que constituyen las primeras etapas de la vida, aún no del todo contaminadas por la interacción social, y el consiguiente imperativo moral de salvaguardarlas en su prístino estado originario, convirtiéndolas en generacionalmente estancas. La infancia y, por extensión, la adolescencia, se ve entonces como una etapa consistente en sí y por sí misma. Así las cosas, si conseguimos aislarla de las contaminaciones propias de la sociedad adulta, se evitará el consabido proceso de degeneración y amaneramiento –de hipocresía y de egoísmo, en definitiva- que el ilustre ginebrino atribuía dicotómicamente a las edades adultas; por cierto que predicando él mismo con el ejemplo.

Según esto, la infancia y la adolescencia atienden a su propia lógica y sentido, y no deben entenderse desde la perspectiva tradicional de subordinación al psiquismo de la etapa adulta; es decir, no como las fases de un proceso destinadas a consumarse en la solución de continuidad por mor de la cual adquirirían sentido. Aunque no se trate de entenderlo así, ad pedem litterae, sino como la interrupción de un proceso artificiosamente inducido, que abra la puerta a la continuidad natural de la evolución del niño. En otras palabras, si no fuera por las intoxicaciones del mundo adulto, los niños madurarían desde la infancia de forma distinta y más mental y moralmente saludable. Y dadas las circunstancias, no queda más remedio que intervenir externamente para vehicular y potenciar este proceso de maduración natural.

Huelga decir que el papel que en todo esto juega el sistema educativo es fundamental. Al psicologismo educativo fundamentado en la subjetividad, de pretendida base científica, se le añade el imperativo moral de preservar la naturaleza originariamente bondadosa del ser humano, con su curiosidad innata y su espontaneidad,  con el objetivo de conseguir una sociedad mejor. La escuela tradicional habría sido la institución por excelencia dedicada sistemáticamente a yugular o a domeñar lo naturalmente humano. De modo que si en su momento sirvió para el roto, ahora, desde la nueva perspectiva, servirá para el descosido.

Una perspectiva dicotómica desde la cual, o se entienden la infancia y la adolescencia como las etapas de un proceso que desemboca en la edad adulta, desde los parámetros bajo los cuales se entiende culturalmente tal condición, o se los entiende como niños o jóvenes que, convenientemente educados, desembocarán en un nuevo modelo humano adulto, cuyos atributos están en cualquier caso por determinar… O no tanto, porque la cosa tiene sus ramificaciones: el «descubrimiento» de la adolescencia como un sector de consumidores activos, o de la infancia como pasivos, sería una de ellas.

Con lo dicho, no estamos precisamente descubriendo América. Como mínimo desde el siglo XIX, pero también con anterioridad, hay abundante literatura al respecto, tanto en uno como en otro sentido. Lo que sí empieza a ser «nuevo», y preocupante, es la extraordinaria penetración social del relato que se desprende de este discurso, hasta el punto que ha conseguido imponer su propia narrativa como preceptiva en todos los ámbitos, no solo en el más estrictamente educativo. Así como las prioridades que de tales posiciones se desprenden.

La ministra de Educación, Pilar Alegría, afirmó hace poco que los niños han de ir a la escuela a pasarlo bien[1]. Un buen ejemplo de cómo dicha narratividad se impone es que cualquier objeción a tal aserto, por mínima que sea, sitúa a su emisor directamente en una inicial posición de desventaja, cuando no en la mera negatividad o en la más contumaz de las reciedumbres reaccionarias. Porque presupone negar la mayor en un juego con las cartas marcadas: quien no esté de acuerdo será porque sí piensa que hay que ir a sufrir a la escuela, y, casi con toda seguridad, que la letra sólo con sangre entra.

El problema es que se trata de una afirmación que adolece de vicio de forma: la escuela no es un lugar ni para sufrir ni para disfrutar, sino para aprender. Y también dependerá de qué consideremos en cada caso sufrir o disfrutar. Podemos centrarnos exclusivamente en el «sufrimiento» que padece durante sus entrenamientos el atleta que se está preparando para la próxima competición, o el del alumno que tira de «codos» renunciando a ver la televisión, a chatear en las redes o a irse con los amigos, porque tiene al día siguiente un examen que quiere aprobar con nota para obtener una media que le permita acceder a la facultad de su elección. En ambos casos podemos denominarlo sin duda «sufrimiento», pero también «sacrificio» y fuerza de voluntad; un sacrificio, una renuncia, que se asume voluntaria o forzadamente, pero responsablemente y en aras a la obtención de un beneficio futuro mayor. ¿Es sacrificio necesariamente sufrimiento?

Pero la cuestión no se plantea en estos términos, sino, consecuentemente con el planteamiento «alumnocéntrico», desde la presupuesta subjetividad derivada de la anteriormente mencionada concepción «fijista» de las etapas de la vida humana; es decir, remitida al hic et nunc, al aquí y ahora propio de la más grosera inmediatez. Porque si se fuerza su voluntad, le estamos arrebatando la espontaneidad y el proceso natural de emergencia de sus mejores virtudes se truncará, dejando las correspondientes secuelas.

Alcanzados con creces tales objetivos en la educación Primaria y en la ESO, ahora se trata de remacharlos en el Bachillerato. Un Bachillerato que, como la Primaria o la ESO, no estará pensado para el futuro del niño o del adolescente, sino por y para su presente como tal niño o tal adolescente, aquí y ahora, y a poder ser, prolongarlo hasta el Nunca Jamás de la novela de Peter Pan, o el «Forever Young» que ha servido de título a distintas canciones de diferentes autores e intérpretes[2]. No biológicamente, claro, por inviable –aunque también se intente y se aspire a ello «sufriendo», por cierto, lo que haga falta; en vano, por lo general- pero sí mentalmente: una prueba de ello la tenemos en tantos políticos y políticas, adultos y adultas, talluditos y talluditas, hablando como adolescentes y pensando como tales; aunque mejor no dar nombres…

El nuevo Bachillerato que se nos anuncia es la continuidad lógica de todo esto. Y para muestra un botón: la propia ministra Alegría lo ha proclamado recientemente en otra de sus apariciones públicas[3]: la nueva modalidad de Bachillerato «general» está pensada para aquellos alumnos que no sepan qué hacer y que, precisamente por ello, no sea necesario que hagan nada, salvo, añadió la ministra, Turismo o Psicología. Una maravillosa astracanada de la cual se infieren muchas cosas sobre las concepciones de la señora Alegría y de los alcances del universo conceptual en qué se mueve.

Pero por más chocante que se nos pueda antojar, debemos decir, acudiendo en auxilio de la ministra, que la «astracanada» lo es sólo desde la perspectiva adulta tradicional, la que considera que un sistema educativo es un todo procesual y progresivo, y el Bachillerato –o la Primaria, o la ESO, o la Formación Profesional- una preparación para la futura vida adulta que espera a los que hoy son niños o adolescentes. No lo es, en cambio, en el mundo del «Neverland» peterpaniano en el que aparenta estar instalada nuestra ministra, al igual que los gurúes educativos que la asesoran.

Y si remarcamos lo de «aparentar», insinuando una posible doblez en su relato, es porque no parece que ella misma haya sido demasiado fiel a lo que ahora nos está predicando: su hijo estudió en un prestigioso colegio privado de élite de Zaragoza, extranjero para más señas. ¿No se estaba tan bien en Neverland? ¿O acaso resultará ser al final la Isla de los Juegos del cuento de Pinocho?

Tal vez lo de Neverland estaría muy bien si no se pudiera salir de allí, si fuera eterno y materialmente existente. Pero de su análoga, a la vez que más prosaica y mundana Isla de los Juegos del cuento de Pinocho, se salía después del correspondiente engorde, y no precisamente para seguir divirtiéndose, sino para servir de pitanza. Toda una metafórica denuncia del modelo social y económico hacia el que parece que no encaminamos, que el sistema educativo coadyuva activamente a pergeñar. Y digamos de paso, ya que estamos, que tampoco el «Neverland» peterpaniano de la novela de James Barrie es el maravilloso paraíso perdido de la infancia; otra cosa son, ciertamente, las edulcoradas y pacatas versiones cinematográficas made in Hollywood que, no en vano, tanto han proliferado.

Decía Hegel que «del estado de naturaleza, hay que salir». Parafraseándole, diremos que de la infancia y de la adolescencia, se sale inapelablemente. Y lo único que se consigue si pretendemos eternizarla mentalmente, es no preparar debidamente para la nueva etapa en que se entra al salir de la anterior; acaso para producir individuos más fácilmente manipulables y sin autonomía. A su vez, Kant nos exhortaba al «Sapere aude», atrévete a saber, porque solo así se podrá ser crítico y autónomo, porque solo se puede serlo si antes se está en posesión de un mínimo rigor conceptual. Lamentablemente, nuestro acomodaticio y facilista sistema educativo va en dirección contraria…

Y del Bachillerato «Peter Pan», se sale también inevitablemente, como de cualquier otra etapa. La pregunta es entonces con qué bagaje se entrará en la siguiente, y, no siendo posible tanta ingenuidad, preguntarnos cui prodest, ¿a quién beneficia todo este negocio? A los alumnos, en tanto que futuros adultos, y por más patrañas alumnocéntricas con que se aderece el relato, desde luego que no.

La respuesta la tenemos, como tantas otras veces, en un clásico, ‘Medea’, que las nuevas generaciones ya no conocerán porque se les habrá hurtado: «cui prodest scellus, is fecit»; o lo que es lo mismo: a quien aprovecha el crimen, es quien lo ha cometido. Habrá que comenzar a buscar según tan juicioso criterio; no es tan difícil…