Traducción al castellano del artículo publicado en catalán en la Fundación Episteme
Una de las precategorías subyacentes
al discurso educativo hegemónico es la creencia en la idea rousseauniana según
la cual el ser humano nace bueno, porque lo es por naturaleza, y la sociedad lo
corrompe a medida que se va socializando según crece. Una «verdad» que dista
mucho de haber sido contrastada, que carece de base científica y que los resultados
de los experimentos llevados a cabo parecen más bien haber desmentido con
rotundidad. Pero que sirve a su vez como pretexto a ciertas ingenierías
sociales que, con finalidades muy distintas, se sirven de ella para perpetrar sus
propios objetivos.
En línea coherente con esta
idea de la bondad innata, nuestro sistema educativo se caracteriza por el
énfasis en un subjetivismo a ultranza propio del psicologismo educativo –que no
necesariamente Psicología de la Educación-, de acuerdo con el cual, si aislamos
a los niños –y a los adolescentes- de cualquier influencia social perniciosa, su propio psiquismo alumbrará y desarrollará «espontáneamente»,
con las correspondientes tutela y ayuda psicopedagógica, las virtudes naturales
que, de otro modo, se malogran al truncar el proceso de desarrollo «natural» en
el ser humano.
De esto se colige una consideración
estática, fijista, del psiquismo propio de las edades que constituyen las
primeras etapas de la vida, aún no del todo contaminadas por la interacción
social, y el consiguiente imperativo moral de salvaguardarlas en su prístino
estado originario, convirtiéndolas en generacionalmente estancas. La infancia y,
por extensión, la adolescencia, se ve entonces como una etapa consistente en sí
y por sí misma. Así las cosas, si conseguimos aislarla de las contaminaciones propias
de la sociedad adulta, se evitará el consabido proceso de degeneración y
amaneramiento –de hipocresía y de egoísmo, en definitiva- que el ilustre
ginebrino atribuía dicotómicamente a las edades adultas; por cierto que
predicando él mismo con el ejemplo.
Según esto, la infancia y la
adolescencia atienden a su propia lógica y sentido, y no deben entenderse desde
la perspectiva tradicional de subordinación al psiquismo de la etapa adulta; es
decir, no como las fases de un proceso destinadas a consumarse en la solución
de continuidad por mor de la cual adquirirían sentido. Aunque no se trate de
entenderlo así, ad pedem litterae, sino
como la interrupción de un proceso artificiosamente inducido, que abra la
puerta a la continuidad natural de la evolución del niño. En otras palabras, si
no fuera por las intoxicaciones del mundo adulto, los niños madurarían desde la
infancia de forma distinta y más mental y moralmente saludable. Y dadas las
circunstancias, no queda más remedio que intervenir externamente para vehicular
y potenciar este proceso de maduración natural.
Huelga decir que el papel que
en todo esto juega el sistema educativo es fundamental. Al psicologismo
educativo fundamentado en la subjetividad, de pretendida base científica, se le
añade el imperativo moral de preservar la naturaleza originariamente bondadosa
del ser humano, con su curiosidad innata y su espontaneidad, con el objetivo de conseguir una sociedad
mejor. La escuela tradicional habría sido la institución por excelencia
dedicada sistemáticamente a yugular o a domeñar lo naturalmente humano. De modo
que si en su momento sirvió para el roto, ahora, desde la nueva perspectiva,
servirá para el descosido.
Una perspectiva dicotómica
desde la cual, o se entienden la infancia y la adolescencia como las etapas de
un proceso que desemboca en la edad adulta, desde los parámetros bajo los
cuales se entiende culturalmente tal condición, o se los entiende como niños o
jóvenes que, convenientemente educados, desembocarán en un nuevo modelo humano
adulto, cuyos atributos están en cualquier caso por determinar… O no tanto,
porque la cosa tiene sus ramificaciones: el «descubrimiento» de la adolescencia
como un sector de consumidores activos, o de la infancia como pasivos, sería
una de ellas.
Con lo dicho, no estamos precisamente
descubriendo América. Como mínimo desde el siglo XIX, pero también con
anterioridad, hay abundante literatura al respecto, tanto en uno como en otro
sentido. Lo que sí empieza a ser «nuevo», y preocupante, es la extraordinaria
penetración social del relato que se desprende de este discurso, hasta el punto
que ha conseguido imponer su propia narrativa como preceptiva en todos los
ámbitos, no solo en el más estrictamente educativo. Así como las prioridades
que de tales posiciones se desprenden.
La ministra de Educación,
Pilar Alegría, afirmó hace poco que los niños han de ir a la escuela a pasarlo
bien[1]. Un buen ejemplo de cómo
dicha narratividad se impone es que cualquier objeción a tal aserto, por mínima
que sea, sitúa a su emisor directamente en una inicial posición de desventaja,
cuando no en la mera negatividad o en la más contumaz de las reciedumbres
reaccionarias. Porque presupone negar la mayor en un juego con las cartas
marcadas: quien no esté de acuerdo será porque sí piensa que hay que ir a
sufrir a la escuela, y, casi con toda seguridad, que la letra sólo con sangre
entra.
El problema es que se trata de
una afirmación que adolece de vicio de forma: la escuela no es un lugar ni para
sufrir ni para disfrutar, sino para aprender. Y también dependerá de qué consideremos
en cada caso sufrir o disfrutar. Podemos centrarnos exclusivamente en el
«sufrimiento» que padece durante sus entrenamientos el atleta que se está
preparando para la próxima competición, o el del alumno que tira de «codos»
renunciando a ver la televisión, a chatear en las redes o a irse con los amigos,
porque tiene al día siguiente un examen que quiere aprobar con nota para
obtener una media que le permita acceder a la facultad de su elección. En ambos
casos podemos denominarlo sin duda «sufrimiento», pero también «sacrificio» y
fuerza de voluntad; un sacrificio, una renuncia, que se asume voluntaria o
forzadamente, pero responsablemente y en aras a la obtención de un beneficio
futuro mayor. ¿Es sacrificio necesariamente sufrimiento?
Pero la cuestión no se plantea
en estos términos, sino, consecuentemente con el planteamiento «alumnocéntrico»,
desde la presupuesta subjetividad derivada de la anteriormente mencionada
concepción «fijista» de las etapas de la vida humana; es decir, remitida al hic et nunc, al aquí y ahora propio de
la más grosera inmediatez. Porque si se fuerza su voluntad, le estamos
arrebatando la espontaneidad y el proceso natural de emergencia de sus mejores
virtudes se truncará, dejando las correspondientes secuelas.
Alcanzados con creces tales
objetivos en la educación Primaria y en la ESO, ahora se trata de remacharlos
en el Bachillerato. Un Bachillerato que, como la Primaria o la ESO, no estará
pensado para el futuro del niño o del adolescente, sino por y para su presente
como tal niño o tal adolescente, aquí y ahora, y a poder ser, prolongarlo hasta
el Nunca Jamás de la novela de Peter Pan, o el «Forever Young» que ha servido de título a distintas canciones de
diferentes autores e intérpretes[2]. No biológicamente, claro,
por inviable –aunque también se intente y se aspire a ello «sufriendo», por
cierto, lo que haga falta; en vano, por lo general- pero sí mentalmente: una
prueba de ello la tenemos en tantos políticos y políticas, adultos y adultas,
talluditos y talluditas, hablando como adolescentes y pensando como tales; aunque
mejor no dar nombres…
El nuevo Bachillerato que se
nos anuncia es la continuidad lógica de todo esto. Y para muestra un botón: la
propia ministra Alegría lo ha proclamado recientemente en otra de sus
apariciones públicas[3]: la nueva modalidad de
Bachillerato «general» está pensada para aquellos alumnos que no sepan qué
hacer y que, precisamente por ello, no sea necesario que hagan nada, salvo,
añadió la ministra, Turismo o Psicología. Una maravillosa astracanada de la
cual se infieren muchas cosas sobre las concepciones de la señora Alegría y de los
alcances del universo conceptual en qué se mueve.
Pero por más chocante que se
nos pueda antojar, debemos decir, acudiendo en auxilio de la ministra, que la «astracanada»
lo es sólo desde la perspectiva adulta tradicional, la que considera que un
sistema educativo es un todo procesual y progresivo, y el Bachillerato –o la
Primaria, o la ESO, o la Formación Profesional- una preparación para la futura
vida adulta que espera a los que hoy son niños o adolescentes. No lo es, en
cambio, en el mundo del «Neverland» peterpaniano en el que aparenta estar
instalada nuestra ministra, al igual que los gurúes educativos que la asesoran.
Y si remarcamos lo de
«aparentar», insinuando una posible doblez en su relato, es porque no parece
que ella misma haya sido demasiado fiel a lo que ahora nos está predicando: su
hijo estudió en un prestigioso colegio privado de élite de Zaragoza, extranjero
para más señas. ¿No se estaba tan bien en Neverland? ¿O acaso resultará ser al
final la Isla de los Juegos del cuento de Pinocho?
Tal vez lo de Neverland
estaría muy bien si no se pudiera salir de allí, si fuera eterno y
materialmente existente. Pero de su análoga, a la vez que más prosaica y mundana
Isla de los Juegos del cuento de Pinocho, se salía después del correspondiente
engorde, y no precisamente para seguir divirtiéndose, sino para servir de
pitanza. Toda una metafórica denuncia del modelo social y económico hacia el
que parece que no encaminamos, que el sistema educativo coadyuva activamente a pergeñar.
Y digamos de paso, ya que estamos, que tampoco el «Neverland» peterpaniano de
la novela de James Barrie es el maravilloso paraíso perdido de la infancia;
otra cosa son, ciertamente, las edulcoradas y pacatas versiones
cinematográficas made in Hollywood que,
no en vano, tanto han proliferado.
Decía Hegel que «del estado de
naturaleza, hay que salir». Parafraseándole, diremos que de la infancia y de la
adolescencia, se sale inapelablemente. Y lo único que se consigue si
pretendemos eternizarla mentalmente, es no preparar debidamente para la nueva
etapa en que se entra al salir de la anterior; acaso para producir individuos
más fácilmente manipulables y sin autonomía. A su vez, Kant nos exhortaba al «Sapere
aude», atrévete a saber, porque solo así se podrá ser crítico y autónomo,
porque solo se puede serlo si antes se está en posesión de un mínimo rigor
conceptual. Lamentablemente, nuestro acomodaticio y facilista sistema educativo
va en dirección contraria…
Y del Bachillerato «Peter Pan»,
se sale también inevitablemente, como de cualquier otra etapa. La pregunta es
entonces con qué bagaje se entrará en la siguiente, y, no siendo posible tanta
ingenuidad, preguntarnos cui prodest,
¿a quién beneficia todo este negocio? A los alumnos, en tanto que futuros
adultos, y por más patrañas alumnocéntricas con que se aderece el relato, desde
luego que no.
[1] https://www.elmundo.es/espana/2021/09/15/6141fba5e4d4d839198b4585.html?fbclid=IwAR3DFIt1SpBsl5APNmOjrX4TvyP5HW7fSJkYcTS00b2AQM53tSU8Jj2tvus
[2] Bob
Dylan (1974), Alphaville (1984), Rod Steward (1988)
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