Imaginemos que los
trabajadores del metro, en lugar de declararse en huelga, acuden como siempre a
su trabajo, sólo que dejan libre el paso a los pasajeros, sin que tengan que
fichar en la maquinita. Todo igual que siempre, sólo que gratis. ¿Se imaginan
la simpatía que esta acción suscitaría entre los usuarios? ¿Y el ridículo de la
Administración? Y si una huelga indefinida es, por definición, imposible, esto,
en cambio, sí se puede mantener indefinidamente.
Sí, claro, hay un problema. Se
trataría de una ilegalidad que sin duda se consideraría sabotaje. Por algo lo
único que está permitido es la huelga clásica, un modelo agotado, al menos en
empresa pública. Y los primeros interesados en ello, los sindicatos. Pero se puede
plantear, si hay verdadera voluntad de ello, con suficiente fineza como para eludir los controles de
la Administración, que acabaría volviéndose loca y poniéndose de rodillas… o
militarizando al metro ¿Se imaginan a Ada Colau militarizando los transportes
públicos de Barcelona? Ahí sí que le dolería.
Por otro lado, tampoco sería
un planteamiento tan extraño. Uno, que es usuario habitual del metro, está
harto de ver como una más que significativa parte del personal se cuela
descarada y abiertamente sin pagar, delante de las mismas narices de los imperturbables
seguratas o de los carnavalescos controles que no consiguen sino hacer perder
al tiempo al que ha pagado. Así que sólo consistiría en hacer explícito lo que
ya es en buena medida implícito. Y esto es precisamente lo que pondría a la
Administración en un aprieto: hacer explícito lo implícito es justo lo que no
podrían soportar, tan dados como son al teatrillo del que viven.
En enseñanza, la concreción
iría por otros derroteros, pero en definitiva bajo el mismo modelo: minimizar
el quebranto económico de los trabajadores, evitar de paso hacer el payaso,
empatizar con los usuarios e inyectarle a la Administración suficiente presión
como para que se ponga de los nervios. Es cierto que, como a los del metro,
también podrían acabar militarizándonos, pero en ambos casos, con un impacto
muy distinto al de la militarización de los controladores aéreos, que estaban
haciendo una huelga convencional abiertamente antipática e impopular.
Veamos. En el caso de una huelga
convencional de maestros y profesores, siempre se cuenta con la animadversión
de eso que se llama la «comunidad educativa». No de los alumnos, ciertamente,
pero sí de los padres y, por decirlo así, de los taxistas. Siempre la culpa es
de los docentes. Y la Administración, no sólo no deja de recaudar en caso de
huelga, sino que se ahorra limpiamente y por el morro la partida presupuestaria
salarial correspondiente a la duración de la huelga. Dicho sea de paso, una
huelga de un día no sirve para nada, salvo para hacer el primo. Por lo tanto, y
siempre salvo hecatombes, hasta puede que, objetivamente, a la Administración
le interesara una huelga de maestros y profesores de un mes de duración.
Siempre que la culpa y la impopularidad se la lleven los docentes, claro. Los padres no quieren que sus hijos se queden
en casa o en la calle por una huelga de docentes, y cuando la hay, despotrican.
La Administración, no sólo escurre el bulto, sino que gana dinero. ¿Cómo
invertir esto?
Pues invirtiéndolo. Vuelvo a
lo implícito explicitado. Hoy en día, hablar de sistema educativo es una
parodia grotesca, una hipocresía elefantiásica. No entraré en el por qué, ya lo
he denunciado en muchas otras ocasiones. Es pura pantalla. Como una tienda cuyo
inaccesible escaparate exhibe productos de diseño y calidad, pero cuyo almacén
sólo contiene baratijas y quincalla. Sin más. Hagámoslo, pues, explícito. Y de
paso acabamos con el fracaso escolar y con las presiones de la mismísima
Administración para que aprobemos más a los alumnos. Pongámosles a todos un
nueve o un diez, sin más. Y a los más flojeras, un ocho. Acaso en algunos
supuestos extremos, un siete. Pero nunca por debajo del siete. Si el sistema
está podrido, bombeemos la mierda.
Los alumnos, contentos en su
inmensa mayoría. Protestarían los buenos, pero como el sistema no está pensado
para ellos, son provisionalmente prescindibles. A veces hace falta hacer
sacrificios. Además, sería aplicar a rajatabla los principios pedagógicos con
los que tanto nos atribulan. Casi una huelga de celo, y cobrando. ¿Los padres?
Bueno, protestarían los de los alumnos buenos. Pero la igualdad es la igualdad.
Y todo el mundo tiene derecho a triunfar y a sacarse su titulillo. ¿Cómo no?
Quien se negara sería un discriminador.
La Administración se pondría
muy nerviosa e iracunda, entre otras razones porque estaríamos llevando a cabo su
propio proyecto deseducativo; algo cuya posibilidad quizás no había
contemplado. Y hasta los psicopedagogos devendrían innecesarios. Sería reventar
el sistema por dentro. Hacer explícito lo implícito. Y a ganar. También con la
preceptiva fineza, claro, para eludir
a los mismos botarates que antes nos presionaban para que aprobáramos por el
morro.
Eso sí, tal medida contaría
con la oposición radical de muchos docentes. A mí, uno me espetó que yo era un mal
profesional cuando sugerí esta idea, que consideró una vileza insultante para
la dignidad docente. Y un fraude a la sociedad. Y es cierto si pensamos todavía
que cuando un profesor pone la nota, es algo así como un juez emitiendo
sentencia o un cura consagrando la
hostia –Sciaccia dixit-. Pero hoy
esto dista mucho de ser así. Sólo que a veces no queremos enterarnos. Sobre
todo si consideramos que esta misma persona, sólo unos meses antes, había
despotricado con todo tipo de improperios contra la directora que le había
obligado a aprobar a dos alumnos que habían obtenido, como nota en su materia,
sendos ceros patateros ganados, por cierto, con todo merecimiento.
Puede que una acción de
este tipo protesta fuera algo surrealista. Aunque no sé del todo si lo
surrealista no es la situación actual y cómo tantos sobreviven en ella vendiéndose
por una palmadita en el hombro. Y seguimos en el esperpento.
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