Al comienzo de "Las largas vacaciones del 36" (Jaime Camino, 1976), un convoy de milicianos
llega a la zona residencial donde está veraneando la familia del capitán. Su
padre, adinerado burgués de Barcelona, observa con cierto estupor la situación:
su hijo, militar de carrera leal a la República, rodeado de rudos milicianos
vestidos con monos de trabajo. En un breve aparte, le comenta a su hijo "no me gusta esta gente con la que
vas". "¿Y quién sino va a defender la República?" Le
contesta el hijo.
En este país la modernidad
siempre ha llegado tarde y a contrapié. Tal vez la I República hubiera tenido
que proclamarse en el Cádiz asediado de 1812; o muy especialmente en Cabezas de
San Juan, ocho años después, una vez comprobada la incapacidad de la monarquía
española para adaptarse a la modernización. Pero no, se prefirió poner al
Borbón felón como rey constitucional. "Marchemos
todos por la senda constitucional, yo el primero", dijo cuando lo vio
mal... Hasta que los cien mil hijos de San Luis le libraron del trance y pudo
dedicarse a la regia tarea de exterminar todo atisbo de democracia y de
demócratas.
La democracia
constitucionalista había llegado a España en un mal momento, con la Ilustración
habiendo pasado de puntillas y cuando la mayoría de los países europeos se
encontraban en plena resaca reaccionaria post napoleónica y la Santa Alianza
surgida del Congreso de Viena intervino militarmente para reponer la monarquía
absoluta, porque lo era por la gracia de Dios. Conviene no olvidarlo.
Tal vez allí se perdió la
gran oportunidad de subir a España al tren de la modernidad. Las pocas luces
que la Ilustración había traído a España se apagaron, y vino la obscuridad de
los cuadros negros de Goya y su correlato de cortes reales con monarcas zafios
y degenerados, aupados por una Iglesia intolerante y fanática. "Viva las caenas" gritaba a su
vez un enfervorizado populacho mientras se procedía al ajusticiamiento de lo
que quedaba de Rafael del Riego, física y humanamente deshecho, después de
haber sido salvajemente torturado. Quizás hubiera podido ser la I República,
pero no lo fue en este país especialista en malograr oportunidades históricas.
No llegó hasta cincuenta
años después. En su momento había sido un país desgarrado por una guerra civil,
interna y externa, que ha pasado a la historia con el paradójico nombre de
"Guerra de la Independencia", durante
la cual pudieron morir cerca de medio millón de personas, y tras la cual se
calcula que más de trescientos mil españoles se exiliaron con la retirada
napoleónica; todo ello sin contar la destrucción sistemática de la incipiente
industria resultado de la recuperación durante la segunda mitad del XVIII. Si
este había sido el panorama cincuenta años antes, ahora no era mucho mejor...
Hasta igual peor.
Porque la muerte del rey
felón no había resuelto prácticamente nada. En este país no se arregla nunca
prácticamente nada. La feroz represión que había sufrido el país, devastado por
las antojadizas veleidades de un monarca degenerado y zafio, auspiciado por la todopoderosa
iglesia española, compuesta fundamentalmente por curas ignorantes y fanáticos,
y por unas clases terratenientes puramente extractivas, improductivas e
incompetentes, dio paso a una nueva guerra, dinástica ésta, para decidir cuál
de entre dos parientes con idénticas taras,
iba a reinar en la piel de toro. Y la gente se mató por ellos. Unos por
un cura tarado, otros por una monja ninfómana.
No, la I República no
llegó en mejor momento que el anterior. En realidad, hasta casi podría decirse
que no existió. Fue la última etapa del llamado sexenio revolucionario, que se
había iniciado con el derrocamiento de la meretriz real y el ascenso de un Prim
que no pudo, no supo o no quiso proclamar la república. Lo pagó caro eso de
querer pertenecer al establishment y
promover un absurdo cambio de dinastía, que no pudo ver, y al final del breve
recorrido de la cual se proclamó la república, quizás porque no quedaba nada
más por probar. No, en realidad la I República, en rigor, nunca existió, aunque
permaneció en nuestra memoria. Para muestra, la frase con que presentó la
dimisión su primer presidente, Estanislao Figueras: “Señores, estoy hasta los cojones de todos NOSOTROS”
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