El gran problema de la
República es que todo el mundo la concibe como la solución a unos males que
sólo se está dispuesto a tolerar en cualquier otro régimen. Unos males que ha
de curar como por arte de ensalmo, razón por la cual nunca puede cubrir las expectativas
en ella depositadas. Un segundo problema es que hay en España tantas repúblicas
como cabezas, sin querer entender que, de ser algo, no puede ser sino la
construcción colectiva del marco de convivencia en el que deberán resolverse
dichos problemas, no la solución per se de
éstos.
Con tales mimbres, el cesto
republicano fue construyéndose históricamente como el remedio contra todos los
males, emblematizados en unas monarquías corruptas y retrógradas que, por más
méritos que hicieran para merecer tal consideración, no dejaban de ser el
reflejo de una sociedad mezquina, atrasada y fanática. Derrocar a un rey no
cambia a la sociedad, sino que la pone, en todo caso, frente a sí misma. Y para
una república se requiere el arraigo social previo del concepto de ciudadanía;
una exigencia sine qua non que nunca
acabó de consolidarse por estos pagos, y que cuando lo hizo, fue bajo formas
particularistas y unilateralizadas, tendiendo más a la versión de «súbdito
rebotado» que al concepto de ciudadanía en sí. Quizás porque la Ilustración
pasó de puntillas y de largo…
Puede que este requisito de
interiorización del concepto de ciudadanía lo sea no sólo para un régimen
republicano, sino también para cualquier otra forma de estado democrático, como
una monarquía constitucional. Pero culturalmente no es lo mismo. Y el concepto
de ciudadanía es cultural; aunque se proyecte políticamente, requiere de un
substrato cultural anterior del que surgir y del que se nutre. En una república
es una condición necesaria sine qua non,
mientras que en una monarquía constitucional es una condición suficiente para
que ésta sea una democracia, pero no necesaria; puede también pervivir sin
ella. En España, por ejemplo, con casi cuarenta años de democracia bajo un
régimen de monarquía constitucional, el concepto de ciudadanía no ha arraigado
sino de forma incipiente y sesgada. Seguimos siendo súbditos que queremos que
nos arreglen nuestros problemas, sin que estemos dispuestos a abordarlos y
resolverlos nosotros mismos. Y esto, se mire como se mire, es en el fondo una
concepción de base nuclearmente monárquica.
Quizás por esto sea
preferible que los fervores republicanos se aplaquen y nos dediquemos más bien
a la construcción social y cultural del concepto de ciudadanía para que, cuando
llegue el momento, que llegará sin duda, la III República española sea posible
y definitiva. Porque sin ciudadanía no hay república.
Cierto que si mañana o cualquier año de estos hay que
votar en referéndum entre monarquía y república, yo lo haré por la república.
Soy constitutiva y genéticamente republicano. Pero la república no nos hará
sabios. Sólo, en todo caso, cuando seamos sabios nos la podremos permitir. Por
ello, y mientras tanto, si la república ha de consistir en vestir a la mona de
seda, tal vez mejor que sigamos con la mona coronada.
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