diumenge, 29 de juny del 2014

LOS LÍMITES DE LA REPÚBLICA (I)



El gran problema de la República es que todo el mundo la concibe como la solución a unos males que sólo se está dispuesto a tolerar en cualquier otro régimen. Unos males que ha de curar como por arte de ensalmo, razón por la cual nunca puede cubrir las expectativas en ella depositadas. Un segundo problema es que hay en España tantas repúblicas como cabezas, sin querer entender que, de ser algo, no puede ser sino la construcción colectiva del marco de convivencia en el que deberán resolverse dichos problemas, no la solución per se de éstos.

Con tales mimbres, el cesto republicano fue construyéndose históricamente como el remedio contra todos los males, emblematizados en unas monarquías corruptas y retrógradas que, por más méritos que hicieran para merecer tal consideración, no dejaban de ser el reflejo de una sociedad mezquina, atrasada y fanática. Derrocar a un rey no cambia a la sociedad, sino que la pone, en todo caso, frente a sí misma. Y para una república se requiere el arraigo social previo del concepto de ciudadanía; una exigencia sine qua non que nunca acabó de consolidarse por estos pagos, y que cuando lo hizo, fue bajo formas particularistas y unilateralizadas, tendiendo más a la versión de «súbdito rebotado» que al concepto de ciudadanía en sí. Quizás porque la Ilustración pasó de puntillas y de largo…

Puede que este requisito de interiorización del concepto de ciudadanía lo sea no sólo para un régimen republicano, sino también para cualquier otra forma de estado democrático, como una monarquía constitucional. Pero culturalmente no es lo mismo. Y el concepto de ciudadanía es cultural; aunque se proyecte políticamente, requiere de un substrato cultural anterior del que surgir y del que se nutre. En una república es una condición necesaria sine qua non, mientras que en una monarquía constitucional es una condición suficiente para que ésta sea una democracia, pero no necesaria; puede también pervivir sin ella. En España, por ejemplo, con casi cuarenta años de democracia bajo un régimen de monarquía constitucional, el concepto de ciudadanía no ha arraigado sino de forma incipiente y sesgada. Seguimos siendo súbditos que queremos que nos arreglen nuestros problemas, sin que estemos dispuestos a abordarlos y resolverlos nosotros mismos. Y esto, se mire como se mire, es en el fondo una concepción de base nuclearmente monárquica.

Quizás por esto sea preferible que los fervores republicanos se aplaquen y nos dediquemos más bien a la construcción social y cultural del concepto de ciudadanía para que, cuando llegue el momento, que llegará sin duda, la III República española sea posible y definitiva. Porque sin ciudadanía no hay república.

Cierto que si mañana o cualquier año de estos hay que votar en referéndum entre monarquía y república, yo lo haré por la república. Soy constitutiva y genéticamente republicano. Pero la república no nos hará sabios. Sólo, en todo caso, cuando seamos sabios nos la podremos permitir. Por ello, y mientras tanto, si la república ha de consistir en vestir a la mona de seda, tal vez mejor que sigamos con la mona coronada.


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