Ayer pillé en uno de estos
canales de cine la película «Poder absoluto» (Absolute Power, Clint Eastwood 1996). La había visto hace años,
pero, como se dice ahora, la «revisioné» de nuevo. Sin ser una obra maestra, y
abusando de recursos facilones, no deja de ser divertida e interesante. Pero no
es de cine de lo que voy a hablar, sino de la constatación de algo evidente que
la película me sugirió, en relación a los tiempos que corren.
La trama va de un ladrón de
joyas que, en pleno ejercicio de su oficio, es testigo involuntario del
asesinato de la esposa de un multimillonario. Mientras su marido está en el
Caribe, ella aprovecha para verse con su amante. Tras una escena de alcohol a
raudales y sexo violento, que pronto deja de ser sexo para quedarse en pura
violencia, la mujer acaba asesinada por los escoltas del amante, que es ni más
ni menos que el presidente de los Estados Unidos, interpretado por un
estupendo, como siempre, Gene Hackman. Advertidos de la presencia de un intruso
que lo ha visto todo, los dos escoltas, la jefa de gabinete y el presidente,
deciden cargarle el mochuelo al ladrón. Pobrecillos, no sabían que se las
estaban habiendo ni más ni menos que con Clint Eastwood…
El resto es lo de menos. Lo
importante, o lo que hoy me parece importante de esta película, lo es en
relación a la situación que estamos viviendo actualmente en nuestro país. Que
conste que no soy precisamente ningún fanático admirador del sistema político
norteamericano, pero… ¿Sería posible algo así en España?
¿Qué ocurriría si a alguien
se le ocurriera hacer una película en que un imaginario presidente de la Generalitat, o
presidente del Gobierno, o rey de España, se vieran envueltos en una trama de alcohol, sexo,
violencia y crimen, y pusieran a su disposición el aparato de seguridad del
Estado para cargarle el marrón a otro?
¿Cómo se tomaría el
respetable, y la clase política, y sus señorías, una película en que uno de los
altos dignatarios supracitados fuera presentado como un borracho putero, corrupto
y adicto al sado? ¿Me dejan adivinarlo?
Los rasgados de vestiduras y
las plañideras profesionales se alternarían con la indignación y la más
vesánica furibundez hacia semejante provocación. Si el interfecto fuera un
presidente de la Generalitat, la cosa es obvia, se trataría de una provocación
españolista destinada a desprestigiar e insultar a tan digna institución. Si
fuera el presidente del Gobierno, entonces, según el color de turno, una
obscena maniobra de la oposición, un uso ilícito de la libertad y rápidamente
se procedería a blindar con una ley semejantes infundios; es decir, una ley que
permita poner en la sombra al director y que penalice la colaboración, o sea, a
los actores, con tales libertinajes, que todo tiene un límite y todo eso…
¿Y si fuera el Rey? Entonces
es que el director era republicano, y más de lo mismo. En los EEUU, en cambio,
pasó sin pena ni gloria, en el sentido que a nadie le preocupó ni nadie se
sintió aludido.
En los EEUU se han hecho
películas de presidentes corruptos, políticos más falsos que Judas, magistrados
prevaricadores y policías cenutrios, con la aleatoria asignación de los
predicados citados a los respectivos sujetos según el caso. Y no pasa nada. En
eso, como mínimo, deberíamos aprender de los americanos. Todos.
Quizás la diferencia
consista en que allí el poder absoluto tiene un límite, la jactancia. Cosas de
luteranos, supongo…
Amigo Xavier, no hace falta ser anti americano como para comprobar esa y otras muchas diferencias que nos separan del otro lado del Atlántico. Simple observación y ahí surgen relucientes los hechos diferenciales.
ResponEliminaBueno, aquí, los principales medios, en lo que se refiere a "los grandes asuntos de estado", siguen "haciendo pedagogía", es decir, tratándonos al público como si fuésemos menores de edad e incapaces de valorar determinados asuntos. El origen de tal situación fue la constatación, a la muerte de Franco, de que la mayor parte de los españoles eran franquistas. De vez en cuando algún periodista o tertuliano lo reconoce, hace meses se lo oí a Ricardo Martín en algún programa de televisión, pero es algo de lo que no se suele hablar demasiado, porque la versión oficial, nuestro mito fundacional, es que fue el pueblo el que estuvo a la cabeza del cambio.
ResponEliminaDicho esto, no es que en los EEUU las cosas no tengan una contestación, y mucho más fuerte que aquí, lo que ocurre es que nos enteramos menos. Cuando en 1990 el presidente Bush dijo que no le gustaba el bróculi, se armó una tan gorda que los productores de la verdura le dejaron 10 toneladas a las puertas de la Casa Blanca.