El verdadero papel que Juan
Carlos I ha ejercido a lo largo de sus casi 39 años de reinado es algo que, más
allá de la historia oficial, no sabremos probablemente nunca. Las razones de su
abdicación, en cambio, parecen algo más asequibles. Por evidentes, las obviaremos.
Juan Carlos I llegó a rey
entronizado por la dictadura y como garante de continuidad de un régimen que no
resistió la desaparición del dictador en torno al cual se había organizado
desde sus primeros momentos, en un contexto de golpe de estado devenido guerra
civil. En realidad, la promesa implícita de una restauración monárquica fue uno
de los factores que mantuvo la cohesión de un régimen que, se mire como se
mire, siempre tuvo un relativo carácter de provisionalidad… aunque durara
cuarenta años. Otra cosa era si la inevitable metamorfosis iba a ser simple o
complicada. Tampoco podremos saber nunca cómo hubieran ido las cosas si Carrero
Blanco hubiera sobrevivido a Franco. Al final fue una metamorfosis complicada
que se llamó «transición».
De las soporíferas clases de
la asignatura FEN, recuerdo que se nos insistía en que no se trataba de una
restauración, sino de la instauración de una nueva dinastía empero la persona
designada para ejercerla entroncara a su vez con la anterior. Y para muestra,
un botón, se nos decía, el sucesor a la jefatura del estado tiene el título de
“Príncipe de España”, no el de “Príncipe de Asturias” como en la dinastía
borbónica. Es evidente que con un argumento tan concluyente cualquier duda
quedaba definitivamente disipada. Conviene aclarar que la materia en cuestión
era impartida por falangistas de medio pelo. La mayoría, pobres diablos aferrados
a los abrevaderos que el mismo régimen había convertido en alcantarillado, y
que no eran ya sino un grotesco, pero lacerante, anacronismo. Eso sí, más de
uno con las manos manchadas de sangre.
En sus primeros tiempos le
cantábamos aquello de “España, mañana, será republicana”. Luego, tras el 23-F,
la cosa cambió. Siempre me quedará la duda de si fue una chapuza de milicones descerebrados
o la mejor operación de imagen que jamás se haya realizado. Lo cierto es que, a
partir de entonces, cualquier crítica a la corona devino tabú… incluso en el
terreno de lo más trivial, el ensalzamiento de su figura rozaba lo grotesco. Se
dijo que si era del Barça porque los colores de la corbata que llevó en una
final coincidía con los de este equipo; o del Atlético por idéntica asociación
cromática en otra ocasión. Se ensalzaba su campechanía y se incidía en que la
derecha y el «sindicato del crimen» -Felipe González dixit- lo detestaban; que si era más amigo de Felipe González que
de Ansar y, parafraseando al poeta,
se ponía tasa sordina a sus desvaríos…
hasta hace poco, cuando el cazador pareció haber sido cazado.
Sabemos que no le gusta leer
y que para decir “la reina y yo”
necesita estarlo leyendo; me parecen aborrecibles sus veleidades cinegéticas,
desde el oso emborrachado y tiroteado en un zoológico polaco, hasta el elefante
de marras que destapó otros asuntos y levantó la veda contra su persona.
Soy persona de convicciones
inequívocamente republicanas y considero la monarquía un anacronismo histórico
que no es, en nuestro caso, sino la manifestación de la incapacidad española
para asumir su propia historia y condición. Y se supone que, siquiera por mero
tropismo, debería alegrarme cuando un monarca se va. Sin embargo, no lo tengo
tan claro.
Aunque sólo fuera por
comparación con cualquiera de sus predecesores en el cargo, parece evidente que
Juan Carlos I ha sido el menos malo de todos los monarcas españoles. Y su
abdicación no creo que obedezca a ninguno de los escándalos que se han ido difundiendo
últimamente, sino que, más bien, el levantamiento de la veda real es un
epifenómeno a partir del cual se podrían rastrear las auténticas razones que
han propiciado su abdicación. Pero eso
es otro tema.
Lo dicho, no le pidamos
peras al olmo. Pero no olvidemos que en este infausto país, hemos vivido
durante los últimos treinta y nueve años el periodo más largo de democracia y
libertades de toda nuestra historia. Una democracia imperfecta y con una clase
política hoy envilecida hasta extremos de desfachatez exasperante; sí, pero
democracia al fin y al cabo. Y como decía el inolvidable Charles Laughton por
boca del senador Graco, “prefiero una
república corrupta a una dictadura honrosa”. Porque las dictaduras nunca
pueden ser honrosas.
Mutatis mutandi: prefiero esta monarquía
a la república de algunos. Y lo dice un republicano. No sé si será el mejor
epitafio para un rey que se va. En cualquier caso, ahí queda.
No me ha gustado este artículo. Pareciera como si usted llevado por cierta melancolía monárquica, quisiera exculpar al intonso representante de la casta gobernante, Juan Carlos I, de su patético paso por la jefatura del estado. No, no olvidémos tan fácilmente su grotesca vida de redomado putero y cantamañanas al servicio de una casta indecente y cuasi pornográfica que se ha dedicado a mantenerr un entramado de intereses financiero-político-mediáticos que recuerdan la Italia de los años 70.
ResponEliminaPues eso, lo que usted diga. Ahora bien, no busque melancolía monárquica donde no la hay, ni exculpaciones que no veo por ningún lado. Me limité a decir que, en mi opinión, ha sido el rey menos malo que ha tenido España. Lo cortés no quita lo valiente, o al menos no debería ¿no le parece?
ResponElimina