Y de nuevo la borbonada,
esta vez en la figura del hijo de la barragana. En principio presentaba una
ventaja genética frente a sus familiares, no era enteramente de sangre real;
tenía un 50% de sangre plebeya. El que pasaba por ser su padre -conocido entre el populacho como "Doña
Paquita" o, también, "Paquito Natillas" - lo era sólo putativo,
el biológico fue un coronel de ingenieros llamado Puig Moltó. Y una cosa era
cierta, este príncipe no acabó de heredar del todo los caracteres más
llamativamente decrépitos de sus antepasados inmediatos. Pero no gozó de buena
salud y a los veintitantos la espichó de tuberculosis.
Nos legó un engendro
póstumo, intelectualmente infradotado, putero y con ínfulas de play boy, a la
vez que de milico chusco y cuartelero. Siendo aún niño y bajo la regencia de su
madre, se habían perdido Cuba y Filipinas, en una vergonzosa guerra donde los
milicos demostraron lo valientes que eran cuando se las veían con algo parecido
un ejército de verdad. La culpa no la tuvo ciertamente él, sino acaso el
profeta malagueño que había sentenciado "Cuba nunca será
independiente", pocos meses antes incorporarse como segundo en la lista
que él mismo había contribuido muy probablemente a fundar: la de los primeros
ministros españoles muertos en atentado. Pero el niño, educado por milicones
incapaces, quiso sacarse la espina colonial y, para ello, no dudó en convertir
el Rif en un matadero de españoles a cambio de que los oficiales obtuvieran la
gloria de la que los norteamericanos les habían privado unos años antes.
Una medida, esta de la
guerra de Marruecos, que no despertó demasiado entusiasmos entre un populacho
que ya no gritaba "viva las caenas",
sino que se había vuelto respondón y en su lugar gritaba "Viva la
revolución"; que ya no les temía a los curas ni a sus coñas del fuego del
infierno, sino que, más bien al revés, eran los curas quienes les empezaban a
temer a ellos. Además, empezaban a estar hartos de tanta milonga patriotera en
la que unos mueren y los otros obtienen medallas. Y entre esto y aquello,
tronaron al Borbón y se proclamó la república. Una república que lo tenía que
arreglar todo dando cumplida y rápida cuenta de las seculares frustraciones y
peticiones de los sectores más variopintos. Y con la reacción más zafia y
abyecta del continente.
Como en los tiempos de la
que hubiera tenido que ser la I República, once decenios antes, tampoco el
escenario era demasiado favorable. El país seguía siendo en general igual de
ignorante, y la iglesia igual de carcúndica. La situación internacional
acompañaba aún menos. Si antes había sido la Revolución francesa y sus secuelas
bonapartistas lo que había acabado por aupar en Europa al absolutismo más
rampante, ahora era la revolución soviética la que había puesto Europa patas
arriba y a los reaccionarios los pelos
de punta. Con una particularidad, a Napoleón lo habían mandado a Santa Elena,
los comunistas rusos se habían quedado.
Y si la patria de la
reacción fue en su momento la Austria de Metternich, ahora era su hija mayor,
la Alemania de Hitler. Se trataba de hacerle la guerra al comunismo incluso
allí donde no hubiera comunistas -caso de España, por cierto-. Por entonces,
Churchill todavía no había sido sobrevolado por el Espíritu Santo, y creía,
como la mayoría de los ingleses, que Mussolini era el modelo ideal para pueblos
inferiores como los italianos, y que Hitler era el líder fuerte que necesitaba
el pueblo alemán en su particular lucha contra el comunismo y contra sus
propias psicopatías. Lo de la II Guerra mundial vino luego, pero para entonces
ya no había república en España, sino una hedionda dictadura.
Puede que el problema de
II República fuera que no había republicanos. España era un país atrasado y sus
clases medias eran incipientes. El auge del anarquismo entre las clases
trabajadoras no es sino la cercanía temporal del agrarismo. Y en el contexto
del movimiento político europeo, las izquierdas iban más despistadas que
un pulpo en un gallinero. Sólo unos
pocos políticos, sin base social real, como sus antepasados de las Cortes de
Cádiz, creían probablemente en una república democrática e ilustrada. Y vino lo
que vino.
Pues si en la primera nada de nada y en la segunda, menos. ¿Quién espera una tercera?
ResponEliminaEs que a la tercera va la vencida, por eso mejor hacerlo bien.
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