La ignorancia es siempre al
fin y al cabo, qué duda cabe, ignorancia. Y en cuanto a tal, una carencia. Aun
así, hay ignorancias que, en cierto modo y pese a su condición de tales, pueden
llegar a ser hasta entrañables. Las hay, en cambio, cuya naturaleza es
constitutivamente zafia. Desde el punto de vista del conocimiento, ambas son
igualmente perniciosas, pero desde el punto de vista moral, y no es que uno comparta
precisamente la afirmación kantiana según la cual si algo está fuera de toda
consideración es la buena voluntad, pienso que hay que distinguir entre ambas.
Como mínimo en la medida que la ignorancia zafia incorpora un contravalor
añadido que la hace, si cabe, más repulsiva y abyecta. Porque se trata de una
disposición actitudinal ante la propia condición.
La ignorancia zafia
desprecia y niega cuanto ignora,
convirtiéndose, en este sentido, en una apología de la propia condición de
ignorante, desde el resentimiento. La ignorancia entrañable, en cambio, es el
universo de referencia en que el ignorante se mueve, sin que haya nada más allá
de aquél; ello con independencia de que pueda existir o no la sospecha
indiciaria de un eventual “más allá de la ignorancia”. La ignorancia entrañable
es indiferente a su propia condición; la ignorancia zafia, muy al contrario, se
auto reivindica en su propia condición y es abiertamente hostil a cualquier forma
de conocimiento que pueda ponerla en evidencia. Una es ingenua, la otra es
sentimental.
Por esto, al menos
comparativamente, mientras la primera puede llegar a tomarse como entrañable,
la segunda es, en cambio, socialmente nociva. En nuestra sociedad, hoy en día,
los ignorantes zafios se han propuesto la universalización de la ignorancia
entrañable. Nuestro sistema educativo fue urdido por ignorantes zafios con el objetivo de
producir ignorantes entrañables. Los primeros saben que son ignorantes; los
segundos ya no. Van camino de haberlo conseguirlo.
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