El gran problema del nacionalismo
español consiste en su discontinuidad histórica. Empezó siendo de inspiración
francesa, reivindicando la nación política frente absolutistas, legitimistas,
carlistas, clérigos y caciques locales, hasta que entre todos éstos le robaron
el nombre y se lo quedaron para sí. Y como no sabían qué hacer, miraron hacia
Alemania, cuyo Volkgeist impostaron en
forma de unidad de destino en lo universal, en una apaño acorde a su naturaleza
intrínsecamente cutre y chapucera. O sea, distintos perros, con distintos collares, diciendo lo mismo, con sentidos ocasionalmente similares, pero con distinta referencia.
No pudiendo ya reivindicar
grandezas internacionales, ni dar con enemigos exteriores de su escasa talla,
pero precisando aún su razón de ser de un enemigo que justifique tanto celo
vigilante y tanta bellaquería, lo buscaron en el interior. Y a falta de judíos
o moriscos -expulsados cuatro y tres siglos antes, respectivamente- se tiró de
ciertas miasmas carlistas, transubstanciadas en catalanes y vascos, así como de
republicanos y masonerías varias, a su vez desposeídas víctimas del latrocinio
a que más arriba aludíamos. Y eso, así tal cual, es España.
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