Para Hegel, la existencia de
un individuo se proyectaba a través de tres ámbitos, el singular, el
particular y el universal. El singular era el más inmediato, allí donde se es lo
que es por uno mismo. Son los círculos familiares y de más cercanas amistades
que, por decirlo así, no están mediatizadas sino por lo que uno es de forma
«natural».
El de lo particular abarca
la proyección del individuo en tanto que ser social y, aproximadamente,
diríamos que se proyecta en su actividad laboral y/o profesional, donde uno es
lo que es en tanto que su significación viene dada por su actividad. Se es lo
que se es en tanto que se es minero, labriego o abogado, y su consideración y
sus relaciones emanan de ahí.
El tercer ámbito es el del
universal. Hoy podríamos denominarlo el imperio del Derecho o de la Ley. Es la
esfera del ámbito de lo ético que, para Hegel, es el Estado. En rigor, el
individuo es allí su número de DNI, con independencia de lo que sea en otros
ámbitos; o sea, ciudadano. Y ello no por ninguna ocurrencia teórica, sino
porque la noción de ciudadano es inseparable de la propia noción del ámbito de
lo universal, que como sabemos, era para Hegel el Estado en tanto que la
concreción de lo ético en su máxima realización, el Derecho.
Aunque para muchos Hegel
pueda ser considerado una de las cabezas de la hidra nacionalista, y que lo que
hizo en realidad fue porfiar para legitimar al nacionalismo prusiano/alemán maquillándolo
con tintes ilustrados, lo cierto es que el planteamiento anterior encaja muy
mal en los esquemas nacionalistas, muy especialmente en los que, en función de
su recorrido histórico, son de extracción romántica. Más aún en los
identitarios; como en ambos casos lo fue el alemán. Y como lo es el catalán.
Porque entonces la nación política no es la forma de organizarse de la
ciudadanía frente al Ancien Régime,
sino su continuidad bajo la forma de concreción histórica del Volkgeist eterno que se proyecta en el
tiempo como espíritu de esta nación o pueblo. Entiéndase, en esta última
referencia, el término «nación» en su acepción medieval y preilustrada.
Hay nacionalismos que, en
virtud de sus propios avatares históricos, no han recorrido el camino que lleva
a la esfera del universal, eso es, a la noción de Derecho y de Estado como
encarnación de lo universal. Porque ahí lo indentitario no sólo está de más,
sino que es incompatible con la propia esfera de lo universal. La ausencia de
esta concepción de lo universal se resuelve entonces solapándose con la
superposición de las otras dos esferas, la de lo singular y la de lo
particular, que ocupan, en el constructo teórico, el lugar de los esquemas
conceptuales que se corresponden a lo universal. Éste es precisamente el caso
del nacionalismo catalán, el solapamiento de lo singular y de lo particular en
lo universal, con su consiguiente impostación, sin solución de continuidad.
Se podrá decir que lo de
Jordi Pujol y su confesión pública pasa en todas partes. Y es posible que así
sea. Pero los condicionamientos contextuales son, en cualquier caso,
cualitativamente distintos. Por un lado, porque se trata, al menos desde la
perspectiva de los propios nacionalistas, de un proyecto en construcción, y
contingencias como esta, en lo simbólico, no sólo dañan irreversiblemente la
credibilidad del proyecto, sino, y sobre todo, porque es también, una expresión
clarísima de la actitud que deriva de los esquemas mentales, políticos y éticos,
de los que se nutre el proyecto.
Alguien pensará seguramente
que esto es hacer leña del árbol caído. Pero la realidad es otra: es algo
inherente al espíritu que anima el proyecto y que se corresponde con su praxis
política habitual a lo largo de los últimos treinta años. Es la idea de una
autoconstituida élite que se considera con derecho a ejercer de tal, de acuerdo
con sus intereses particulares –lo de particular en sentido hegeliano- e
inspirado en su singularidad –también en sentido hegeliano.
En este sentido, el
reconocimiento de la culpa mediante autoconfesión es una farsa forzada por un
contexto que viene determinado por un marco jurídico que, ahí sí tienen razón,
no es el suyo porque les pone trabas a sus intereses particulares y
vocacionales de clase dirigente local. En otras palabras, se quiere construir
un estado sin sentido de estado, sino simplemente a imagen y semejanza de su
singularidad y de su particularidad.
Toda la praxis política del
nacionalismo en Cataluña a lo largo de los últimos decenios ha consistido en
construir el marco propicio para este proyecto, utilizando como coartadas los
agravios que, independientemente de su fundamento, contribuyeran a la
construcción de un clima favorable a su proyecto. Un proyecto al que le son
inherentes ciertas prácticas como el clientelismo y el nepotismo, que se han
diluido como una mancha negra en toda la Administración catalana hasta llegar a
formar parte constitutiva de su propio acervo.
No es pues un accidente,
sino una determinada manera de hacer acorde a una forma de concebir la
realidad: el pesebre que en su día se le llamó oasis y que hoy se muestra más
bien como una charca amarillenta.
Esta ha sido también,
consecuentemente, la manera de hacer de la Administración catalana allí donde
ha tenido la capacidad para moldear la realidad a su imagen y semejanza, la
aversión por lo público y su aprovechamiento con fines particulares. No podemos,
en rigor, sorprendernos de lo que ahora ocurre.
En «El asalto a la
Razón» Lukács nos hablaba del rey de Prusia, Federico Guillermo, que abolió la
constitución argumentando que “Entre el
Soberano y el pueblo, no ha de haber ningún papel escrito”. Claro, porque
lo escrito prescribe y proscribe, obliga. Esto es, ni más ni menos, lo que está
ocurriendo en Cataluña. Mucho papel testimonial, eso sí, para salvar las
apariencias, pero cada vez con menos contenido y dando barra libre a la
arbitrariedad. En definitiva, un concepto anti ilustrado de sociedad, más
vulgarmente conocido hoy en día como «bananero». Eso es lo que hay.
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