Hoy hace un año de la muerte
del profesor Abel Martínez Oliva, asesinado por un alumno perturbado armado con
una ballesta, cuando intentaba impedir que llevara a cabo su objetivo de acabar
con una profesora y una alumna del instituto, madre e hija para más señas.
Consiguió evitarlo, pero lo pagó con su vida.
Un acto heroico al que desde
un primer momento se intentó poner sordina por parte de las autoridades
políticas y educativas. Una sordina que remachó con insuperable sordidez la por
entonces consejera Rigau con su lapidaria frase, que dejó muy claras sus
prioridades, educativas, políticas y humanas: “Ha muerto un profesor, pero hay un alumno que es la víctima”. Hasta
se podría colegir de tan cínico aserto que la culpa fue del profesor, por
interponerse en la trayectoria del proyectil disparado por el pobre alumno, que
no sabía lo que hacía. Claro que, entonces, tampoco sabría por qué se llevó al
instituto una ballesta hurtada del armero de su padre, en lugar de hacerlo con los
portantes que se le suponen a un alumno que acude a un día normal de clase. Porque
podemos decir que alguien que dispara una ballesta y mata a alguien no es
consciente del todo de lo que hace; pero cuidado, sí sabe perfectamente para
qué sirve y con qué objeto la llevaba encima.
El artículo completo, aquí.
Creo que las palabras de la consejera que salieron en los medios eran más miserables aún.
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