Como ya indicó hace tiempo
Pérez Reverte a raíz de la polémica que suscitó la película «300» -cuya segunda
parte se estrena, si no recuerdo mal, este próximo viernes- y su supuesta
incorrección política, que tantos sarpullidos levantó entre el buenismo biempensante,
no deberíamos olvidar, se mire como se mire, que los griegos eran «los nuestros».
No creo que se trate de
ninguna simplificación, sino, en todo caso, de una evidencia. Digo esto a modo
de exordio antes de empezar una breve y modesta reflexión sobre lo que está pasando en
Crimea, entre Rusia y Ucrania. No ignoro quienes son «los míos», o mejor «los
nuestros», pero no creo tampoco que esto deba enturbiarnos el juicio. Así que
allá va...
La asimetría con que desde
siempre se ha juzgado a Rusia, con razón o sin ella, en eso no entro ahora, más
bien me parece construida como legitimación de ciertos intereses, que no desde una
más que dudosa convicción en los valores y libertades democráticas,
desgraciadamente tan escasas por aquellos pagos. En otras palabras, pienso que
a nuestros creadores de opinión les importa un higo que en Rusia o en Ucrania haya o no
democracia. Ellos sabrán por qué...
No seré yo quien rompa una
lanza en favor de Putin. A quien así lo interprete, ya le anticipo que se
equivoca. Pero creo, aun así, que hay ciertas cuestiones que no deberíamos
perder de vista, aunque sea sólo para constatarlas y poder hacernos una mínima composición de lugar.
Primera. La
política exterior rusa no distingue entre zares, soviets y su actual y
carnavalesca democracia.
Segunda.
Desde
siglos, Rusia pugnó por conseguir dos salidas marítimas, al Báltico por el
norte y al Mediterráneo por el sur. Por el norte lo consiguió Pedro el grande
al establecer allí su capital, San Petersburgo. Pero aquello en invierno se
hiela. Luego vinieron las actuales y recientes repúblicas bálticas y, después
de la segunda guerra mundial, la Prusia oriental alemana. Königsberg, la ciudad
de Kant, es hoy Kaliningrado y pertenece a la Federación rusa.
La salida hacia el
Mediterráneo fue a través del Mar Negro, y su base fundamental la península de
Crimea, hoy territorio en disputa. Tras muchos avatares, el sueño de los zares
lo realizó ni más ni menos que Stalin.
Tercera.
La
única vez que Rusia estuvo "bien vista" por Occidente fue cuando se
involucró en la primera guerra mundial, con Francia e Inglaterra, contra
Alemania, los malos por aquel entonces, impidiendo con ello una rápida victoria alemana que hubiera dejado al
Káiser sin rival en el continente. El precio que pagó fue muy alto; millones de
muertos y la revolución bolchevique. Lo de la segunda guerra mundial es otra
historia...
Cuarta.
Más
que bien vista, Rusia fue menospreciada, mutilada, sañudamente humillada y
puesta a subasta pública internacional tras el colapso de la URSS. Eran los
tiempos de Yeltsin, cuando bombardeaba el parlamento con el aplauso de las
democracias occidentales.
Quinta.
Guste
o no, Ucrania es una denominación genérica y geográfica, no política, donde se
ha creado un estado que incorpora la antigua Galitzia -imperio austríaco en su
momento- y una parte de la Rusia histórica. Kiev fue la tierra de los primeros
zares -«zar» significa «césar», en ruso, al igual que «káiser», en alemán- y se
la consideró «la tercera Roma», después de la misma Roma y Constantinopla
-actual Estambul-, condición que perdió en favor de Moscú.
La creación de un estado
ucraniano sólo se puede entender, como la de Bielorrusia, desde el contexto de
los sucesos que llevaron a la implosión de la URSS, desde los planes de
expansión alemanes o, también, como cordón «sanitario». Lo demás es filfa.
Sexta.
Más
allá de la controversia -lo admito- que pueda suscitar la anterior afirmación,
lo cierto es que Crimea nunca perteneció a Ucrania, ni cuando ésta no existía,
por razones obvias, ni cuando se constituye en república soviética. Fue Krushchov
quien, en una noche de farra al borde del coma etílico, decidió escindir Crimea
de Rusia e integrarla a Ucrania.
Séptima.
El
sentido y las convicciones democráticas, así como su tradición, brillan
igualmente por su ausencia entre los dirigentes pro occidentales que entre los rusófilos. Pretender ver en unos los valores democráticos occidentales y en los
otros el bigote de Stalin, es o capcioso o ingenuo.
Octava.
Si
algo demuestra lo que está pasando en Ucrania -y ojo a otros países del nuevo «cordón
sanitario»- es que no se puede gobernar contra una «minoría» del treinta, del
cuarenta o del cuarenta y nueve por ciento. Y esto es lo que ha estado sucediendo en
Ucrania bajo cualquier gobierno, de cualquier color, desde su fundación.
Novena.
No
me cabe la menor duda de que Rusia no es lo que fue en cuanto a superpotencia,
pero no es ni la Serbia de Milosevic ni el Irak de Saddam Hussein. No se la
puede humillar así como así, sin más. Cerrar en falso ciertas cuestiones tiene
este problema, acaban reapareciendo, si cabe más agravadas. Pasó en la «paz» de
Versalles y está volviendo a pasar con la liquidación de la URSS.
Décima (y última, a modo de conclusión). Si Rusia y su pulsión
expansionista representan realmente un peligro, que se diga claramente y por
qué. Que se proceda a la partición de Ucrania o a lo que sea, pero por favor,
que no nos vendan motos. Menos aún en nombre de la libertad y la democracia. No
queremos motos «vendadas». Mucho me temo que "los nuestros" se están equivocando.
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