El genial Borges nos brindó
en su inolvidable «Funes el memorioso» una
maravillosa fabulación sobre la memoria que, pienso yo, debería ser de lectura
obligatoria en el Bachillerato. Resulta que el tal Ireneo Funes dispone de una
memoria tan excepcional que, para él, recordar un día de su vida le lleva 24
horas. Funes vive postrado en un camastro como consecuencia de una caída de
caballo que le había dejado paralítico y que, a su vez, pudo ser la causa de tan colosal memoria. Y trata de entretenerse fabulando con
ella de manera algo extravagante.
Una vez, Funes trató de
elaborar un sistema numérico propio, en el cual «el negro Timoteo» era el 23437, y «la locomotora», pongamos por
caso, el 39271... Y así. Al cabo de un tiempo abandonó su proyecto ante lo inconmensurable
de la tarea que se había propuesto. Cuando el narrador -el propio Borges- trata
de convencerle de lo absurdo de tal sistema numérico, entre otras razones
porque no es un sistema, sino más bien todo lo contrario, obtuvo por respuesta
una mueca de indiferencia. Para Ireneo Funes, la nube de hacía cinco minutos no
era la misma que la de ahora, ni el perro de ayer era el de hoy, ni cualquiera
de nosotros el mismo de un minuto antes. Aquello que en los demás es
imperceptible, no lo era para Funes. Su sistema neurosensorial era
probablemente el mismo que el del resto, pero en él toda la información permanecía
fatalmente retenida sin que pudiera realizar las operaciones intelectuales
propias de la mente humana, de la cual salen constructos teóricos como el
sistema numérico... o los propios conceptos. Vamos, las operaciones propias de
la inteligencia.
A primera vista, el ejemplo
de Funes podría parecer una prueba fehaciente de que la memoria no sirve para
nada... claro, si no hay capacidad de abstracción. "No creo que fuera muy capaz de pensar" afirma el autor,
porque pensar es abstraer, es suprimir la diferencia. Y eso Funes no lo sabía
hacer.
Para Funes, relatarle a
alguien «Ana Karenina» no podía
consistir en otra cosa que en la declamación de la obra entera. Para los
humanos no es así. No podemos recordar de memoria la obra entera, por cierto,
como lo hacían los antiguos aedos con la «Ilíada», pero podemos entender su
trama, su desarrollo y su desenlace. Pero para ello hemos de recordar algo, no
todo, sin duda, pero sí lo «esencial». Y eso es memoria. Es nuestra memoria.
En una obra mucho más
ligera, pero a la vez extraordinariamente simpática, nos topamos con algo
parecido, pero en otro ámbito. Se trata de «El
teorema del loro», de Denis Guedj.
Un viejo matemático que vive
en una recóndita mansión en la selva del Amazonas, ha conseguido el objetivo de
su vida: la demostración del teorema de Fermat. Sabe que hay obscuros poderes
que se quieren hacer con ella y que su propia vida está en peligro. Antes de su
muerte, para preservar su descubrimiento, hace que su loro favorito memorice la
demostración y lo envía, sin informar de ello, a un viejo amigo suyo en Paris,
al que no veía desde los tiempos de la Sorbona
de los años treinta. Estamos a finales de los noventa...
Después de sucesivos
avatares en forma de persecuciones y asesinatos por mor de un loro que todo el mundo
supone que encierra un secreto, pero que sólo una persona sabe cuál es -otro antiguo
compañero, convertido en mafioso y que codicia el secreto-, el loro acaba de
nuevo liberado en la selva del Amazonas, esta vez en una memorable escena con
la que finaliza el libro: en plena jungla, rodeado de congéneres con los cuales, en coro,
recitan de memoria una de las demostraciones más buscadas de toda la historia
de las matemáticas. Pero ninguno entiende nada. Y en realidad la demostración
se ha perdido irremisiblemente. Porque no hay sujeto cognoscente para
entenderlo.
Sublime, Xavier. Pero, si me lo permites, te pregunto desilusionado, ¿crees que quien tú y yo sabemos será capaz de entender algo de todas las perlas que se esconden tras este artículo? Sin una enorme base literaria y filosófica previa, lo dudo. Y no parecen, ninguna de ambas, cualidades atribuibles al interfecto.
ResponEliminaGracias por la lección "magistral", maestro.
Gracias una vez más, Manolo, por tan gratos como inmerecidos elogios. No sé, respondiendo a tu pregunta, si quien esté en una posición contraria entenderá estas reflexiones. Porque para entender hace falta un requisito "sine qua non", estar dispuesto a replantearse uno sus propias posiciones a partir de la información que se vaya adquiriendo. Y aquí, en el fondo, lo único que subyace al debate es la tópica afirmación que a los adolescentes no les interesan los logaritmos, Descartes o "La montaña mágica", simplemente porque no le ven ninguna utilidad. Y "ellos" proclaman que sí se las ofrecen con cuatro banalidades que niegan ni más ni menos que la propia esencia de la civilización. Vendedores de humo... Un humo que produce luego una espesa niebla en la cual todos los gatos, menos unos pocos, son pardos. Porque de eso es de lo que se trata.
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