Como es sabido, estos
próximos días tendrá lugar un simposio apadrinado por la Generalitat sobre el
siguiente tema: Espanya contra Catalunya.
Y como era de esperar, la polémica está servida. Desde la óptica de los
organizadores, se trata de darle al tema un enfoque histórico riguroso y
objetivo, «científico»; para sus detractores, de una «incitación al odio» en
base a falsos mitos (¿Los hay verdaderos?). Para los menos, entre los que se cuentan personajes como John
S. Elliot o José Álvarez Junco, en cuyo grupo modestamente me incluyo, más
bien «es un disparate».
Porque vamos a ver, y más
allá de la pertinencia o no de celebrar en estos momentos un simposio con esta
temática, lo cierto es que Cataluña, en tanto que territorio con una población,
tiene ciertamente razones históricas como para sentirse agraviada respecto a
España, entendida como Estado; otra cosa muy distinta es que estos agravios
-pasados, presentes o futuros- se puedan entender desde una perspectiva
nacionalista como un contencioso entre la nación española y la catalana. Una
perspectiva nacionalista que, por cierto, no es ni mucho menos exclusiva del nacionalismo
catalán, sino que también participa de ella, y en grandes dosis, el español,
siendo aquél una reacción frente a éste. No es por ello una casualidad que
cuando braman determinados paladines del nacionalismo español clásico, su
discurso sea tan simétrico al de los voceros del nacionalismo catalán. Porque,
al menos en lo que aparentan, tanto parecen haber interiorizado los unos
que Cataluña es una nación oprimida por España desde hace trescientos años,
como los otros que, desde una delirante visión nostálgico-imperial, Cataluña es una
posesión española a la que hay que mirar siempre con recelo, cuando no con
inquina, porque a la mínima que se le dé cancha, se larga... y que de aquí no
se va nadie.
Tengo para mí que algunos
transitaron demasiado precipitadamente del materialismo histórico al nacional-pesebrismo,
y que en tal mudanza extraviaron o distrajeron ciertos enseres intelectuales que luego
resituaron en anaqueles acaso no del todo adecuados a su naturaleza. Y de éstos
los hay también en los dos bandos, siendo precisamente sus más vesánicos
paladines aquellos que, cuando vociferan, si es un independentista hace españolistas;
y si es un españolista hace independentistas. Son pues dos discursos complementarios,
pero el problema es que, más allá de que sus paladines se lo crean
verdaderamente o no, que de todo habrá, lo cierto es que, si provisionalmente
aceptamos sus tesis, no solamente es que no nos cuadren las cuentas, sino que
corremos el serio riesgo de no entender entonces nada. Claro que quizá esté ahí
la gracia, en que nadie entienda nada y la única alternativa sea la ciega
adscripción a uno u otro bando. Como la fe del carbonero.
Hay cosas que no se
sostienen en ninguno de los sendos y complementarios discursos nacionalistas. Y
la principal es la tesis según la cual Cataluña sería una nación ocupada y colonizada por España desde hace trescientos
años. Con ello no estoy afirmando ni mucho menos que los gobiernos españoles
desde 1714 hayan sido mirlos blancos y que su actitud hacia Cataluña haya sido
tan lisonjera y afectuosa que el problema del independentismo actual sea el de
un niño malcriado y mimado al que nunca le han dicho que no a algo; ni que no haya un anticatalanismo bastante arraigado en el resto
de España, que ciertamente lo hay. No, lo que digo es que la cosa sigue sin
cuadrar, ni desde una perspectiva ni desde otra.
(Continuará)
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