Tampoco en lo político, que
ya hemos abordado en parte, se
diferenció Cataluña especialmente. Claro que hubo republicanos, federalistas,
cantonalistas... como en el resto de España. Sin pretender acogernos al ejemplo
facilón, el cantón más famoso no fue precisamente catalán, sino el de Cartagena. Con la aparición de un
incipiente proletariado y el surgimiento de los conflictos sociales ya en el
plano moderno, es cierto que el anarquismo medró más que en otros lugares ¿Pero
acaso hay algo más antinacionalista que el anarquismo?
A medida que a lo largo del
siglo XIX se iban formando los estados-nación, centrados fundamentalmente en un
mercado interno, Cataluña fue constituyéndose como una potencia económica cuyo
mercado natural era el español y sus colonias. Algo que, dicho sea de paso,
supuso unos niveles de desarrollo que difícilmente hubiera conseguido de
mantenerse integrada en el imperio francés al cual la había agregado Napoleón
en 1812. Otra cosa es que este estado resultara semifallido. Y quizás cuando se
toma consciencia de ello es cuando las soluciones aportadas pasan a convertirse
ellas mismas en parte del problema.
En resumen, y a modo de
conclusión en lo que respecta a la deconstrucción de un modelo fundamentado en
la idea según la cual Cataluña es una nación ocupada y colonizada por un país
extranjero que es España, no creo que sea una idea sostenible con un mínimo de
rigor. Cierto que, casi con toda seguridad, no habré conseguido convencer al
convencido de que así es. Y en cierto modo, también he de reconocer que a veces
puede uno pensar que no le falta razón a dicha tesis, pero al precio de partir
de una perspectiva que, en mi opinión, sesga todo ulterior análisis. Pero no
por ello no es menos cierto que, escuchando a los sicofantes del nacionalismo
español, hasta uno mismo puede acabar pensando que, efectivamente, Cataluña sea
en cierto modo un país ocupado, como mínimo en la medida que unos y otros,
desde posiciones enfrentadas, parecen concebirlo y desearlo así.
A mí, en cualquier caso, y
con independencia de la posibilidad lógica de entenderlo así, me parece una
tesis insostenible. Otra cosa muy distinta es que haya realmente un problema,
que sin duda lo hay, al cual más bien atribuiría otra naturaleza, ciertamente
mucho más compleja que el reduccionismo maniqueista que lo explicaría todo a
partir de claves «nacionales» identitarias.
Qué duda cabe que se han
producido a lo largo de la historia desencuentros y conflictos de intereses
territoriales, con sus correspondientes persecuciones políticas y culturales
planificadas. Pero esto no es, en todo caso, ninguna singularidad que tenga que
explicarse necesariamente a partir de constructos nacionalistas de uno u otro
cuño. Puede hacerse, sin duda que sí, pero sigo remitiéndome a la conclusión
que cerraba la anterior entrega: si renunciar a Marx ha de suponer que volvamos
a creer en los Reyes Magos, estamos apañados.
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