El reciente auto del TSJC -Tribunal Superior de Justícia de Catalunya-
sobre el tema de la inmersión lingüística en el sistema educativo catalán está
dando renovado pábulo a lo que siempre ha sido una guerra política basada en ficciones
sobre el concepto de la realidad que, uno y otro bando, dan tramposamente por
"real".
Dicho auto conmina a la Generalitat para que, en el caso de que algún alumno así
lo exija, deberán impartirse un 25% de las materias del currículum en
castellano. Además, como novedad, apunta directamente al director de un
instituto público catalán como responsable de la aplicación de esta medida, con
todo lo que ello conlleva. Los otros cuatro centros afectados, de la privada
concertada, que con su pan se lo coman; siempre comieron aparte y el mejor
plato.
Las reacciones no se han
hecho esperar, y blandiendo sus respectivas ficciones como armas arrojadizas,
uno y otro bando se aprestan a movilizar las filas de sus respectivas y
enfervorizadas parroquias ante lo que, para unos, es un ataque sin precedentes
contra el sistema educativo catalán y contra Cataluña en la más pura línea
franquista, y, para otros, los «otros», un taimado proyecto de erradicación del
castellano de la faz de las tierras catalanas.
Lo más grotesco del caso es
que ambos parecen más pendientes del argumentario antagonista que de las
propias ficciones en base a las cuales ellos mismos han urdido sus propios
constructos. La resultante de todo esto son dos discursos antagónicos cuyas
actitudes van de lo hipócrita a lo canallesco... y un falso debate donde quien
sale perdiendo, como siempre, es la verdad... en este caso, el secuestro
culpable de la realidad. Lo dicho, dos ficciones en guerra; hipócrita una,
canallesca otra.
Porque el propio Departament
de Ensenyament que tanto se rasga ahora la vestiduras y llama a cerrar
patrióticamente filas en torno suyo a un profesorado que debería estar
corriéndole a gorrazos, sabe perfectamente que es este mismo TSJC quien, hace
apenas un año, desestimó las impugnaciones interpuestas contra sus decretos de
dirección y de autonomía de centro, avalando así judicialmente la investidura del
director como amo y señor del centro educativo. Así que menos lloriqueos. A
veces mandar no consiste sólo en llevar la gorra.
Y porque los que tanto dicen
temer la erradicación del castellano parecen más preocupados por la lengua en
que se les va a impartir matemáticas a sus hijos que en el aprendizaje que de dicha
disciplina adquieran en un sistema educativo que, en toda España, está haciendo
aguas, y no por culpa del catalán o del castellano, sino por la ineptitud de
unos políticos zafios que han delegado la gestión del sistema en unas castas
pedagocráticas ignorantes y socialmente nocivas. Y porque saben perfectamente
que se están agarrando a una realidad cuya única verdad se encuentra en los
delirios declarativos de la Generalitat y sus voceros, pero no en una realidad
tan distinta de su discurso que, en su contumacia, no hacen sino reafirmarse en
una actitud que, en ambos casos, acaba dándole la razón al contrario en lo que
refiere a sus intenciones. Pura ficción.
Mientras tanto, sin ir más
lejos, resulta que la «realidad» es que en el
instituto objeto del auto, se vienen impartiendo desde siempre «algo»
más que el simple 25% de clases en castellano impuesto por el TSJC. Dato, por cierto, nada baladí. Sólo que,
claro, la «realidad» dictada por la Generalitat es que todo se imparte en
catalán, escamoteando así formalmente el fracaso material -uno más de tantos-
de su proyecto. Es decir, escaparate, escaparate y más escaparate. Hipocresía.
Y esto, que los «otros»
saben perfectamente porque es la realidad en que se mueven cada día, se
escamotea también a su vez aduciendo como «realidad» el farol delirante de un
antagonista que, como ellos, está mucho más predispuesto a la autosatisfacción
que se regodea en las propias ficciones que en afrontar una realidad que
desagrada, eso sí, por igual a tirios que a troyanos. A saber, que el único
conflicto lingüístico que se da en Cataluña y al que fingen combatir es el que
anida en sus propias y delirantes mentes, autoinducidas por inconfesables
motivaciones que confunden, o pretenden confundir, sus oníricas urdimbres con
la realidad a la que pretenden imponérselas. Canallesco sin más.
Entre hipócritas y canallas
anda el juego. Porque si los hipócritas reconocieran la realidad, los canallas
se quedarían sin argumentos. Lo demás, el resto, «soma» para los «epsilon».
Otro problema es, claro, que con el sistema educativo actual cada vez vayan a
medrar más los «epsilon», huxleyanamente hablando. Que se dé
tal conflicto ya es una prueba de que están medrando.
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