En toda la extensión del
concepto, y aunque quien se eduque sea el individuo, «educación» es algo que
nos remite a lo social; son sus límites los que se encuentran en lo individual,
en el individuo. Se trata precisamente de adecuar las pulsiones individuales,
innatas, genéticas, temperamentales y hasta, si se quiere, neuronales,
compatibilizándolas con la vida en sociedad y con lo que ésta requiere,
conocimientos y formación, por supuesto, incluidos. Cuando se habla de educación
«natural», nunca acaba de quedar claro a qué refiere exactamente tal concepto.
Lo mismo con los remedos del buen salvaje, que nunca existió más allá de la
mera construcción conceptual.
Siempre habrá tensiones y
conflictos entre el individuo y la sociedad, entre lo individual y lo
colectivo, entre el «yo» y el «nosotros». Esto es inevitable. Tan inevitable
como que el sistema educativo perfecto no existe. El problema es si nos proponemos empeorarlo. Y eso es lo que ocurre si la declarada voluntad de construir un sistema educativo que
cree mejores ciudadanos, se pretende llevar a cabo desde un primado absoluto de
lo individual.
Los antiguos griegos ya lo entendieron con la disyuntiva entre físis y nomos,
donde físis es el estado de
naturaleza, y nomos la convención que
rige la convivencia en la polis, en la sociedad. Es la definición del hombre
como animal social, que nos legó el viejo Aristóteles. Y toda educación, que es
lo contrario de un proceso natural, ha de ir dirigida a consolidar esta
condición. No parece que, al menos en
este sentido, hayamos aprendido mucho desde entonces. Más bien al contrario. Digámoslo
freudianamente, se está potenciando el principio de placer en detrimento del de
realidad. Y esto es, sin más, un fraude monumental.
Hoy parece que lo fundamental
ya no es que a lo largo de su educación un individuo aprenda y aprehenda, sino
que sea feliz, ahora y para siempre. Claro que entendido como parece
entenderse, al final acaba ocurriendo lo mismo que con la génesis de la
libertad que postulaba el idealismo de Fichte: acaba colisionando con lo social,
con lo colectivo. Igual que la libertad individual entendida como un absoluto
choca con la del resto de individuos; también la felicidad. De esto se podría deducir que se está jugando con fuego; con una
auténtica bomba de relojería social.
La exigencia de génesis a
partir del despliegue de la «idea» de libertad, acaba convirtiendo al individuo
en la gran amenaza para el tránsito a la libertad absoluta. Está en Rousseau,
está en Fichte, y está en Robespierre. Y lo refleja Víctor Hugo en «Quatrevingt-Treize» -. Un yo tan
absoluto no soporta el tránsito a un nosotros igualmente absoluto, y acaba
suprimido en él. Ahora pongamos «felicidad» en lugar de «libertad». Se cierra
el círculo.
El contrapunto es Kant. Lejos
de absolutos, el punto de partida es la finitud constituyente. En este sentido,
la libertad de uno acaba allí donde empieza la del otro. Y
ello porque todo individuo es un fin en sí mismo, y no un medio para nuestros
fines. Por su parte, la exigencia de concordancia de la máxima con la forma
lógica universal propia del imperativo categórico, presenta sus fisuras: todo
el mundo actúa según tal máxima en todo momento, cierto, pero esta exigencia de
concordancia sólo es garantía de que un individuo actúe como cree que cualquier
otro actuaría en sus circunstancias –psicópatas aparte, tal vez (?)-. Es decir,
bajo esta forma puedo estar utilizando al prójimo como a un medio, atentando contra
su libertad, contra las reglas de convivencia que aseguran esta libertad a
todos los individuos, y no sólo la mía. Y aquí es donde en Kant surge la noción
de derecho.
Me pregunto si nuestros modernos
sistemas educativos no estarán partiendo de una noción de individuo bastante
homologable a la del Yo fichteano, para ser luego igualmente suprimido y
relegado a medio. Al poner la felicidad como un objetivo individual irrenunciable
e incondicionado, se está postulando una génesis de la felicidad entendida como
un absoluto cuyo despliegue interno y autógeno, a la manera de Fichte, al
colisionar con lo colectivo se resuelve en su supresión individual y en su
consiguiente relegación a simple instrumento.
No sé qué quieren que les
diga. A lo mejor es un delirio, pero a mí esto de que ahora lo importante en
educación sea la felicidad, me suena a trampa ya vista. Como en ciertos
«paraísos» que prometen la felicidad, sí ¡pero ay del que no sea feliz!
Aunque también puede que todo
sea más simple. Porque, al final de todo, ¿Algún pedagogo new age ha definido en qué consiste la felicidad? A ver si al final
va ser como aquel examen que nos
relataba Pla en el Quadern Gris: Se
le pregunta al examinando por la filosofía de Kant, y éste responde: “La filosofía de Kant no es importante, les
desarrollaré su refutación que sí lo es”.
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