De aparición casi simultánea,
y aunque con estilos diferenciados y distintas perspectivas de enfoque, ambos
trabajos llevan ineluctablemente a una descorazonadora e insoslayable conclusión:
el mundo de la educación está en manos de farsantes cuya catadura intelectual
es perfectamente homologable con lo que, en otros ámbitos, representan los
curanderos y la santería, frente a la medicina, o los astrólogos frente a la
astronomía. Y esto es algo con lo cual, definitivamente, hay que contar si
queremos hablar de educación.
Se trata ciertamente de una
evidencia al alcance de cualquier persona en su sano juicio y con unos mínimos
de sentido común. Pero la evidencia, en sí misma, no es sino la mostración de
una verdad indiciaria, no su demostración. Según nos cuenta la tradición, el
viejo Zenón de Elea estaba disertando ante un grupo de colegas sobre la
imposibilidad del movimiento, a partir de sus famosas aporías; que si Aquiles
nunca podría alcanzar a la tortuga, que si la flecha nunca alcanzaría el blanco…
En mitad de su discurso, uno de los presentes se levantó y empezó a andar
alrededor del corrillo que formaba el grupo. Todos parecieron entenderlo al
instante: el movimiento se demuestra
andando. El pobre Zenón debió quedar como un cretino, como un iluso…
Sin embargo, eso de que el
movimiento se demuestre andando dista mucho de ser la última palabra sobre el
tema. Porque, contra lo que podría pensarse, se trata de una conclusión falsa
que confunde conceptualmente «mostrar» algo con «demostrarlo». Lo que el bueno
de Zenón nos presentaba no era, ni mucho menos, la imposibilidad del
movimiento, sino cómo nuestra noción de él, a poco que la forzásemos, nos llevaba
a concluir su imposibilidad. Lo que se infería de ahí no era, pues, la imposibilidad
del movimiento, sino la necesidad de redefinir nuestra noción de él para poder
explicarlo sin incurrir en contradicción. Cierto es que andando se muestra el
movimiento, pero esto ya lo sabía Zenón; demostrarlo, en cambio, es otra cosa,
de naturaleza distinta y mucho más compleja que la simple ocurrencia de andar a
la vista de todos.
Y éste es en mi opinión el
gran mérito de estas dos obras, demostrar la falta de enjundia, el carácter
falaz y la naturaleza profundamente ignara que a diario nos es mostrada,
desde hace ya demasiado tiempo, en temas educativos. Tal vez a algunos les
pueda parecer ocioso que alguien dedique su talento, y su tiempo, a demostrar que la mayor
parte de los discursos pedagógicos, hoy hegemónicos, son pura filfa.
Pero si, igual que al pobre Zenón, no nos basta con que
nos muestren el movimiento, entonces estamos ante
dos libros tan necesarios como imprescindibles. Y justo es admirar el tesón con
el que, sin duda, ambos habrán tenido que arroparse, para combatir la desazón que
ha de producir saberse invirtiendo inteligencia y energías para refutar
estupideces y majaderías.
Puestos a distinguir entre
ambos libros, diríamos que Alberto incide especialmente en el carácter de farsa
propio del estado educativo actual, y las propuestas pedagógicas que agrupa bajo la
denominación de «nueva educación», cuya característica constitutiva se
encontraría en el énfasis de lo trivial y el olvido de lo relevante; es decir,
en su frivolidad intrínseca. Ricardo, por su parte, abunda en el carácter
organizado de la ignorancia como proyecto, poniendo de manifiesto, además de su
naturaleza capciosamente engañosa, su exasperante vacuidad. En resumen, y en
ambos, queda claro que, con las modernas pedagogías, no nos las tenemos con ningún tipo de fatal accidentalidad más o menos anecdótica –a la
manera de una nubecilla de verano o una fugaz moda-, ni en lo tocante a su
frivolidad ni a su ignaridad, sino con un proyecto y su correspondiente
confluencia de intereses, tan concretos como inconfesables.
Claro que, como siempre, toda
demostración sugiere nuevas preguntas, cuyas respuestas requerirán, a su vez,
las consiguientes demostraciones. Así, y asumiendo que en temas educativos,
estamos mayormente en manos de farsantes y advenedizos, frívolos e ignaros, a
los que en otras instancias habrían corrido a gorrazos en las primeras de
cambio, y si no nos damos por satisfechos con el aforismo según el cual Dios
creó a la estupidez para confundir a la inteligencia, (Corintios, 1:27), entonces surge la
siguiente e inquietante pregunta: ¿Por qué no ha sido así en educación?
Trataremos de dar con la
respuesta.
Yo creo que todo el mundo tiene claro lo que hay... :) Un saludo.
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