Me van a disculpar la
requerida ingenuidad que fuerza a tensar la realidad hasta extremos que, sin
duda alguna, no se dan nunca materialmente, pero sin que por ello tampoco la
ficción resultante sea en sí misma falaz, ya que lo que pretende no es
falsearla, sino en todo caso, presentarla bajo unos supuestos que permiten
abordarla desde un referente crítico que nos permita entender mejor su
funcionamiento. Voy a hablar, cómo no, de pedagogía y de pedagogos.
Hay gente que aparece para
resolver o afrontar problemas que existen desde siempre; hay también gente que
combate problemas de cuya pervivencia depende la necesidad del solucionador;
tienen, o dicen tener, una solución para el problema, real o ficticio. Y hay también
gente, en fin, que para cada solución tiene un problema; es decir, gente que no
sólo no son la solución, sino parte integrante del problema, cuando no la
propia esencia y razón de ser de este. Los pedagogos, claro, pertenecen al
tercer grupo.
Es algo así como si empujo a alguien
que estaba al borde de las rocas contemplando el mar embravecido y cuando está
en el agua ahogándose, le arrojo un salvavidas para que se salve y pretendo
luego que me agradezca haberle salvado la vida. Porque una cosa es que haya un
problema real, pero que consciente de que su solución definitiva, es decir, su
erradicación, me deje en fuera de juego, me interese mantenerlo para justificar
mi estatus como su gestor. Y otra cosa muy distinta es inventárselo o forzar
que sobrevenga.
Pensemos, por ejemplo, en las
empresas que se dedican a combatir las plagas de ratas en los alcantarillados
urbanos. ¿Qué ocurriría si hicieran su trabajo a la perfección y las ratas
urbanas acabaran exterminadas? Pues que al poco tendrían que cerrar o dedicarse
a otra cosa. Pero insisto, nadie se ha inventado el problema, porque ratas, lo
que es ratas urbanas de cloaca, las hay a millones en cualquier gran ciudad, a
razón, dicen, de cinco o seis por habitante. Y nadie puede negar que constituyan
un problema.
Claro que alguien podría argüir
también que, según esto, a los jueces o a los policías les interesa que siga
habiendo delincuentes, ya que de lo contrario se quedarían sin trabajo –como en
la divertida novela de Darío Fo “Con dos
pistolas y los ojos verdes”- pero en realidad nadie piensa que la policía y
los jueces estén para acabar con los delincuentes, sino para impedir que
delincan y capturarlos si lo hacen, los primeros, y para castigarlos, los
segundos. Y en cualquier caso, es evidente que, con la excepción de algunos
perturbados mentales, nadie en su sano juicio, ni siquiera los delincuentes,
cuestionan la necesidad de la existencia de los cuerpos policiales o de la
judicatura. Su existencia, ejerzan hasta las últimas consecuencias sus
funciones o no, está sobradamente justificada.
En cambio ¿Qué decir de los
pedagogos y de la pedagogía? ¿Qué decir de una disciplina que se presenta como
gestora de un problema que no existe, y que cuando sobreviene, es debido
precisamente a la aplicación de sus desafueros? En realidad, el gran problema
del sistema educativo antes de la irrupción de los pedagogos era que
precisamente no había lugar para ellos en él. Y claro, había que hacerles un
hueco, a ellos y a su cháchara salmódica.
Porque el momio estaba en
marcha desde mucho tiempo antes. Cualquier universidad de provincias tenía su
facultad de pedagogía. No la tenía de Físicas, Matemáticas, Filosofía o
Clásicas, pero eso sí, más allá de que yo me pregunte cómo se le puede llamar
universidad a «algo» que carezca de los anteriores estudios, y de la maldita
falta que hacían, lo cierto es que lo que no faltaba en ninguna universidad,
por más cutre que fuera, o mejor, como más cutre fuera, eran las facultades de
pedagogía y psicología… Esas eran fijas.
Y claro, cada chiringuito
universitario producía anualmente una ingente cantidad de pedagogos, psicólogos
y psicopedagogos a los que había que
buscar una salida profesional. Y como la reposición del propio profesorado
universitario no podía cubrir tal demanda, por más que se ampliasen las
facultades, por razones obvias, hubo que empezar a buscarle al personal un
nicho profesional diseñado ad hoc en la enseñanza secundaria. En la Primaria no
hacía falta porque los pedagogos ya habían vampirizado desde un primer momento
las escuelas universitarias de magisterio…
Y así les fue a los maestros
de Primaria. De modo que adónde se trataba de introducirse era, sobre todo, en los
institutos de Bachillerato y en la FP. Pero
antes había que crear el problema del cual ellos se iban a presentar como la
solución. Y pusieron manos a la obra. Había que ponerlo todo patas arriba para
justificar que alguien de fuera viniera a poner orden y a gestionar el caos. Y
se inventó la LOGSE.
Muchos años después, seguimos
igual. No es que nadie sepa hacer lo que hace un pedagogo, sino que nadie sabe
qué hace un pedagogo. ¡Ah! Y nadie ha gestionado el caos, sino más bien lo
contrario, el caos se ha convertido en sistémico. Porque contra más se
complique el tema, más necesario se hace según quien. Pero claro, con esto
llegamos al cabo de la calle: ¿A quién le interesa un raticida que erradicara
las ratas de los espacios urbanos?
Pues bien, lo de las empresas
raticidas sería incluso más comprensible que lo de los pedagogos; al menos no
introdujeron las ratas de campo en la ciudad para ofrecerse luego a
combatirlas.