divendres, 27 de març del 2015

PEDAGOGUEANDO LA PERDIZ



 
 
Me van a disculpar la requerida ingenuidad que fuerza a tensar la realidad hasta extremos que, sin duda alguna, no se dan nunca materialmente, pero sin que por ello tampoco la ficción resultante sea en sí misma falaz, ya que lo que pretende no es falsearla, sino en todo caso, presentarla bajo unos supuestos que permiten abordarla desde un referente crítico que nos permita entender mejor su funcionamiento. Voy a hablar, cómo no, de pedagogía y de pedagogos.
Hay gente que aparece para resolver o afrontar problemas que existen desde siempre; hay también gente que combate problemas de cuya pervivencia depende la necesidad del solucionador; tienen, o dicen tener, una solución para el problema, real o ficticio. Y hay también gente, en fin, que para cada solución tiene un problema; es decir, gente que no sólo no son la solución, sino parte integrante del problema, cuando no la propia esencia y razón de ser de este. Los pedagogos, claro, pertenecen al tercer grupo.
Es algo así como si empujo a alguien que estaba al borde de las rocas contemplando el mar embravecido y cuando está en el agua ahogándose, le arrojo un salvavidas para que se salve y pretendo luego que me agradezca haberle salvado la vida. Porque una cosa es que haya un problema real, pero que consciente de que su solución definitiva, es decir, su erradicación, me deje en fuera de juego, me interese mantenerlo para justificar mi estatus como su gestor. Y otra cosa muy distinta es inventárselo o forzar que sobrevenga.
Pensemos, por ejemplo, en las empresas que se dedican a combatir las plagas de ratas en los alcantarillados urbanos. ¿Qué ocurriría si hicieran su trabajo a la perfección y las ratas urbanas acabaran exterminadas? Pues que al poco tendrían que cerrar o dedicarse a otra cosa. Pero insisto, nadie se ha inventado el problema, porque ratas, lo que es ratas urbanas de cloaca, las hay a millones en cualquier gran ciudad, a razón, dicen, de cinco o seis por habitante. Y nadie puede negar que constituyan un problema.
Claro que alguien podría argüir también que, según esto, a los jueces o a los policías les interesa que siga habiendo delincuentes, ya que de lo contrario se quedarían sin trabajo –como en la divertida novela de Darío Fo “Con dos pistolas y los ojos verdes”- pero en realidad nadie piensa que la policía y los jueces estén para acabar con los delincuentes, sino para impedir que delincan y capturarlos si lo hacen, los primeros, y para castigarlos, los segundos. Y en cualquier caso, es evidente que, con la excepción de algunos perturbados mentales, nadie en su sano juicio, ni siquiera los delincuentes, cuestionan la necesidad de la existencia de los cuerpos policiales o de la judicatura. Su existencia, ejerzan hasta las últimas consecuencias sus funciones o no, está sobradamente justificada.
En cambio ¿Qué decir de los pedagogos y de la pedagogía? ¿Qué decir de una disciplina que se presenta como gestora de un problema que no existe, y que cuando sobreviene, es debido precisamente a la aplicación de sus desafueros? En realidad, el gran problema del sistema educativo antes de la irrupción de los pedagogos era que precisamente no había lugar para ellos en él. Y claro, había que hacerles un hueco, a ellos y a su cháchara salmódica.
Porque el momio estaba en marcha desde mucho tiempo antes. Cualquier universidad de provincias tenía su facultad de pedagogía. No la tenía de Físicas, Matemáticas, Filosofía o Clásicas, pero eso sí, más allá de que yo me pregunte cómo se le puede llamar universidad a «algo» que carezca de los anteriores estudios, y de la maldita falta que hacían, lo cierto es que lo que no faltaba en ninguna universidad, por más cutre que fuera, o mejor, como más cutre fuera, eran las facultades de pedagogía y psicología… Esas eran fijas.
Y claro, cada chiringuito universitario producía anualmente una ingente cantidad de pedagogos, psicólogos y psicopedagogos a los que  había que buscar una salida profesional. Y como la reposición del propio profesorado universitario no podía cubrir tal demanda, por más que se ampliasen las facultades, por razones obvias, hubo que empezar a buscarle al personal un nicho profesional diseñado ad hoc en la enseñanza secundaria. En la Primaria no hacía falta porque los pedagogos ya habían vampirizado desde un primer momento las escuelas universitarias de magisterio…
Y así les fue a los maestros de Primaria. De modo que adónde se trataba de introducirse era, sobre todo, en los institutos de Bachillerato y  en la FP. Pero antes había que crear el problema del cual ellos se iban a presentar como la solución. Y pusieron manos a la obra. Había que ponerlo todo patas arriba para justificar que alguien de fuera viniera a poner orden y a gestionar el caos. Y se inventó la LOGSE.
Muchos años después, seguimos igual. No es que nadie sepa hacer lo que hace un pedagogo, sino que nadie sabe qué hace un pedagogo. ¡Ah! Y nadie ha gestionado el caos, sino más bien lo contrario, el caos se ha convertido en sistémico. Porque contra más se complique el tema, más necesario se hace según quien. Pero claro, con esto llegamos al cabo de la calle: ¿A quién le interesa un raticida que erradicara las ratas de los espacios urbanos?
Pues bien, lo de las empresas raticidas sería incluso más comprensible que lo de los pedagogos; al menos no introdujeron las ratas de campo en la ciudad para ofrecerse luego a combatirlas.


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