Hay una realidad que se
acostumbra a pasar por alto cuando se aborda la cuestión de la disciplina en
las aulas y su incidencia en el sistema educativo, o mejor, cuando no se aborda
porque, siendo como es una palabra prohibida, en su lugar se utiliza el
eufemismo “convivencia”, un concepto más amplio y del cual “disciplina” sería, en
todo caso, una extensión con dominio propio que, al ser obviada por proscrita,
diluye cualquier posible aproximación seria al tema. Y esta realidad no es otra
que la siguiente: el modelo educativo vigente pasa necesariamente por la deslegitimación
del docente, sin otra finalidad que privarle de la autoridad institucional
que debería facultarle para el ejercicio de las funciones que, a su vez, tenía
institucionalmente encomendadas.
Se mire como se mire, y por
más que les duela a ciertas almas ingenuas, el ejercicio de cualquier función
pasa por dos aspectos insoslayables: la acreditación y reconocimiento de la
capacidad para ejercerla, y la investidura de una cierta autoridad
institucional que faculte para su ejercicio. Y eso es así se trate de un
operario de mantenimiento del alcantarillado, de un vigilante de parking, de un guardia municipal, de un
revisor de RENFE, de un docente, de un médico, de un ingeniero, de un inspector
de hacienda o de un general de división. Y la autoridad pasa por el uniforme, visible
o invisible, físico o metafísico, pero uniforme al fin y al cabo, en tanto que
investido con unas ciertas atribuciones para la realización de las funciones
encomendadas. Y sin uniforme, no hay autoridad que valga.
Sí, cierto, está aquello de la
autoridad carismática y la burocrática de Weber, pero se trata de tipos ideales que, si bien nos ayudan
a entender determinados aspectos de la realidad, nos alejan igualmente de ella a
poco que nos lo tomemos al pie de la letra.
El modelo educativo vigente ha
privado a los profesores de su autoridad amparándose en dos presupuestos
igualmente falaces. El primero sería un condicionante social, según el cual, grosso
modo, las exigencias de una sociedad democrática han de desterrar del sistema
educativo cualquier forma de autoritarismo –falazmente identificado con autoridad-
en la relación establecida entre docente y discente, ahora asimilados a educador/educando.
El segundo sería un condicionante de naturaleza pedagógica, y fundamentado en
la idea según la cual el docente ha dejado de ser un transmisor de conocimientos;
el conocimiento en sí es a su vez algo prescindible y devaluado, a la misma
altura que el agente que los transmitía.
De todo esto surge un modelo
insostenible para cualquier sistema educativo digno de tal nombre, y que como
modelo en abstracto, se aplique al ámbito que se aplique, sería igualmente
insostenible. Verbigracia, imaginemos…
- Que los
médicos tuvieran que consensuar el diagnóstico y la terapia con el propio
paciente y con sus familiares y representantes del resto de la comunidad «sanitaria».
- Que
las autoridades del ministerio de sanidad y sus consejeros áulicos fueran
conspicuos miembros de sectas curanderistas, de asociaciones por la santería,
de la medicina «emocional» o de ese nuevo engaño que se llama «biomedicina»
-tendrían que estar en la cárcel-, cuyo denominador común fuera, desde el
propio discurso del ministerio, criticar la teoría y la praxis de la medicina
clínica, obligando a los médicos a aplicar sus nuevos métodos y a recetar sus
diademas taumatúrgicos, a la vez que los denostan por la muerte injustificada
de los pacientes.
- Que las
multas de tráfico requirieran del mutuo acuerdo entre sancionador y sancionado,
valiendo más la palabra del presunto infractor que la del agente de la autoridad
que le ha multado por saltarse un semáforo en rojo. Y sosteniendo el ciudadano
acusado que no es cierto, que estaba en verde y que el policía le tiene manía,
viene entonces el superior del policía, desautoriza al número, hace añicos el
papel de la multa y le pide disculpas al «humillado» ciudadano, a la vez que
sanciona al agente por extralimitarse en sus funciones.
- Que
desde la DGT se insistiera, una y otra vez, en que el código de circulación es
obsoleto y arbitrario, a la vez que hay que incentivar la creatividad y la espontaneidad
de los conductores, que no han de actuar intimidados por la amenaza de multa o
retirada de carnet, sino de acuerdo a su propia concepción del autoaprendizaje
en la conducción, de forma creativa, innovadora, espontánea y emocional. Y que
los ciegos también pueden conducir.
- Que
los inspectores de hacienda tuvieran que consensuar con los contribuyentes las
cantidades a pagar de acuerdo con su disponibilidad emocional, y que desde la
propia Administración se proclamara el carácter arbitrario de la recaudación y de
las subsiguientes sanciones, que pueden provocar ulteriores depresiones en el
contribuyente, con el fatal resultado de eventuales trastornos psíquicos
irreversibles, que hay que evitar a toda costa, a la vez que se critica a los
inspectores de hacienda por la falta de ingresos en el tesoro público.
- Que en
los barcos, el oficial de máquinas pasara al puente y el capitán a la sala de
máquinas, el cocinero a radio, el radio a cocinero, el servicio de limpieza a marinería,
la marinería al servicio de limpieza, y que los pasajeros decidan en asamblea el
parte meteorológico del día siguiente. Porque como, total, la información está
al alcance nuestro en internet… Y que el cuerpo de prácticos quede suprimido
para facilitar la libre entrada en cualquier puerto. Y, last but not least, que en atención a la diversidad multicultural
de nuestra sociedad, y para evitar los agravios que para ciertas culturas pueda
significar la contaminación lumínica de los faros, éstos queden suprimidos, porque
como ya tenemos el GPS, para qué diantres los necesitamos. Y si el cocinero del
barco tiene GPS en su coche ¿qué diferencia hay en que lleve también un
superpetrolero? ¿No lo hace todo el GPS?
Pues aunque les parezca
mentira, todo eso es lo que está ocurriendo aplicado al mundo de la enseñanza. Y
más ejemplos que les podría dar.
Difícil decirlo más claro, Xavier
ResponEliminaUn retrato más que realista de la situación. Lo peor de todo es que esa falta de autoridad institucional implica algo más profundo: la negación de la autoridad intelectual. Y así nos va.
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