Ayer, con motivo del
fallecimiento de Robin Williams, pasaron por televisión “El club de los poetas
muertos” (Dead Poets Society,
dirigida por Peter Weir en 1989), donde dicho actor encarnaba al inefable Mr.
Keating, un profesor innovador que entra en un centro secundaria de élite
norteamericano como un elefante en una cacharrería. Una película, ésta, sobre la
que se vertieron ríos de tinta en su época, con el inevitable debate pedagógico
que la trama lleva implícito. El problema es que nos quedamos en su momento
sólo en lo explícito.
Por estos pagos aquende los
Pirineos, se estaba por entonces pergeñando la LOGSE y, como es bien sabido,
quien estaba contra la LOGSE tenía que ser necesariamente porque era un
ultramontano privilegiado y un dogmático, anclado en un vetusto y
concepto de la educación amparado en corporativismos y privilegios
inconfesables que la Reforma educativa iba a arrojar al basurero de la
historia.
Con estos previos, es
evidente que el debate tenía todos los números para estar viciado de forma
desde el primer momento. Y así fue en efecto. Sirvan las reflexiones que a
continuación expondré, como homenaje a Robin Willians,
un actor que, sin haber sido nunca santo de mi devoción, no por ello debemos
dejar de reconocer sus indudables dotes interpretativas, y también como
aportación a un debate que, aún hoy, veinticinco años después, sigue siendo,
para asombro de propios y extraños, pues debería estar superado desde hace
tiempo, de rabiosa actualidad.
Lo peor de la recepción de
la película fue, en mi opinión, la incapacidad para entender el trasfondo que
subyacía a la trama argumental. Aquí, “El club de los poetas muertos” se quiso
ver como un alegato en favor de las pedagogías progresistas, con el
consiguiente escarnio de la carcunda partidaria del aprendizaje metódico y de
la repetición, así como, sin duda alguna, del esfuerzo y del viejo lema “la
letra con sangre entra”, frente al aprender divirtiéndose y a la activación
de la espontaneidad y creatividad que postulaba el innovador Mr. Keating. No
diré que no sea ésa una posible lectura, pero sí que no me parece la más
inteligente ni, desde luego, la más profunda, sino en todo caso, superficial,
facilona y sesgada.
Como en "Antígona", el
espectador puede que tienda a simpatizar inevitablemente con la heroína que da nombre a la obra o, caso menos frecuente, con su
antagonista, Creonte. Pero esto no es más que el escenario en el que se da una
trama cuyo trasfondo es de calado mucho más profundo y en el que se despliega
un conflicto en el cual ambos lados tienen sus razones, que les llevan
inevitablemente entrar en dicho conflicto en función del papel que juegan en él. Resulta ciertamente difícil no
simpatizar con Antígona frente a su tío el tirano de Tebas, como lo es no
inclinarse por el simpático Mr. Keating frente al resto de almidonados
profesores del centro o a los tiránicos padres de sus alumnos. Pero esto es sólo
lo superficial; lo que, ciertamente, en todo caso puede transmitir al
espectador una empatía que le lleva a identificarse con uno de los personajes,
tanto por lo ético como por lo estético, y que, cómo no, transmite a su vez las
probables preferencias del autor. Pero insisto, eso es sólo lo superficial, lo
anecdótico…
Siempre he pensado que en la
obra “Antígona”, una cosa es simpatizar con Antígona o con Creonte, y otra
entender el conflicto subyacente a lo que allí se está ventilando y del cual
los personajes no son más que la expresión de una parte. En este sentido, no tiene razón
Antígona ni la tiene Creonte, sino Sófocles, pues es él quien proyecta sobre el
escenario un conflicto que se resuelve inevitablemente en
lo trágico, precisamente en función de la irreconciliabilidad de los términos
en que se manifiesta la controversia.
Y así como es Sófocles quien
tiene «razón» en “Antígona”, pienso que en “El club de los poetas muertos” es
Peter Weir quien la tiene, y no Keating o sus antagonistas. Visto así, la
supuesta apología de la pedagogía moderna, que se suponía que era dicha
película, adquiere unas tonalidades mucho más complejas e interesantes.
Porque el desenlace es
también trágico, y Keating, aun suponiéndole entereza ética, acaba al final habiendo
actuado en todo momento como un irresponsable que desata unos vientos que luego
no puede controlar, y toda su acción se resuelve en un desenlace trágico e
irreversible: el suicidio de un alumno. Cierto, la culpa moral directa recae
sobre el inicuo padre del alumno suicidado, pero también era la obligación de
Keating conocer la naturaleza de las pasiones que estaba desatando, el entorno
en que se movían su alumnos y las posibilidades que éste ofrecía. En lugar de
esto, les despierta unas expectativas que, más allá de su valoración
pedagógica, llevan inevitablemente a un conflicto que, algunos de ellos como
mínimo, no están psicológicamente en condiciones de resolver.
Hay sin duda otros temas
que incidirían mucho más de lleno en el debate pedagógico, pretérito y
presente, que se explicita en la película. Desde la idoneidad de un método de
aprendizaje que más bien es todo lo contrario a un método, hasta la figura del
profesor «amigo» desde la privilegiada posición que le confiere ejercer en un
centro autoritario y basado en una rígida disciplina. Pero en reivindicación
del club de los poetas muertos, y de un actor que ejecuta a la perfección su
papel –en eso consiste el mérito de un actor- me ha parecido más interesante
aclarar que, así como en “Antígona” la «razón» no la tienen ni Antígona ni
Creonte, sino Sófocles, en “El club de los poetas muertos” quien tiene
«razón», más allá de las filias o las
fobias que nos puedan llevar a empatizar con alguno de los personajes en
conflicto, es el director, Peter Weir. Lo contrario me parece una
trivialización que, a su vez, vicia también el subsiguiente debate pedagógico
que la película plantea.
Fantástica esta entrada, Xavier. A mí la película me gustó en su día pero es de esas que resiste mal el paso del tiempo y cuyas trampas se ven después enseguida. La trampa fundamental es la que apuntas en tu artículo y tiene que ver con un contexto muy determinado como el que nos encontramos en la historia que cuenta Weir. Supongo que conoces el poema de Jorge titulado precisamente "El club de los poetas muertos". Alude justo a la falacia del carpe diem del SR Keating. Un abrazo.
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