Una cuenta atrás no es
exactamente lo mismo que una cuenta hacia adelante; ni aunque el camino
recorrido en el tiempo transcurrido sea el mismo. En toda cuenta atrás hay algo de insoslayable y de
truculento, de determinista y de situación límite. Uno puede pensar la vida
como una singladura hacia adelante o hasta hacia ninguna parte, o también puede
pensarla atormentado y con ansiedad porque sabe que cada segundo que transcurre,
es uno menos que le queda hasta el segundo «cero» que será su muerte. En este
último caso, estaríamos ante una concepción de la vida como una cuenta atrás. Porque
no es lo mismo poner el contador a cero y empezar a contar, que poner el cero
como punto final.
La diferencia entre ambas
maneras de entender un recorrido no es material ni cuantificable, pero tampoco
ni mucho menos baladí. Es una diferencia de disposición de espíritu. De cuál sea dicha disposición dependerá el
sentido que adquiera el recorrido. Porque no es lo mismo, en definitiva, el
viaje a Ítaca, que Ítaca como destino final al cual todo el trayecto está
supeditado. El poeta pensaba en lo primero, el cantante que lo tradujo y musicó al catalán, hoy flamante candidato, en lo segundo.
La cuenta atrás es ella misma
un pretexto que, bajo la supeditación del recorrido a un objetivo que se alcanzaría
en el punto cero, enmascara otro del cual es vicario, porque no es el recorrido
lo que cuenta, ni el objetivo, sino la propia cuenta atrás. Podemos pensar, o
se nos puede prometer y nos lo creemos, que al final de la cuenta atrás se
abrirá un nuevo escenario donde realmente podremos poner el contador a cero,
pero lo cierto es que siempre, lo que aparece a continuación es una nueva
cuenta atrás. Porque no se trata entonces de recorrer etapas, sino de quemarlas. La idea
de cuenta atrás no es un progreso, sino un regreso donde el punto final marca
el inicio de una nueva secuencia hacia un nuevo punto final cualitativamente
indiscernible de cualquier otro anterior o ulterior. Como la Voluntad empírica
schopenhaueriana, que no es voluntad de esto o de aquello, sino voluntad de
voluntad; en nuestro caso, voluntad de cuenta atrás.
En el plano colectivo, la
cuenta atrás como fin en sí misma tiene un claro objetivo, el mantenimiento de
la tensión y el control y dominio de la situación, mientras creemos estar
quemando etapas hacia un objetivo que no es en realidad sino el eterno retorno
del punto cero. El punto cero pretextado ha sido
con frecuencia denominado utopía, un concepto proteico donde los haya, aplicable por
igual a un roto que a un descosido. La utopía, sea la que sea, puede
concebirse, o presentarse, bajo dos perspectivas: como un
absoluto cuya realización material es una exigencia inexcusable, o como un
referente al cual, desde nuestra finitud constituyente, debemos tender, a la
manera de las ideas regulativas kantianas.
En el caso de la utopía como
absoluto, como escenario último al cual toda acción debe supeditarse, y dada su
inevitable postergación en un no-tiempo al que el tiempo real queda supeditado,
estaríamos en el modelo de la cuenta atrás. Es el pretexto bajo el cual se
solapa una realidad que, desde la perspectiva del mantenimiento y modulación de
la tensión, se justifica inconfesadamente por sí misma desde la lógica del
poder. El problema viene si a esto le damos fecha de caducidad; si irrumpe en
el tiempo real el final de la cuenta atrás.
En Catalunya llevamos ya una
larga cuenta atrás. Algunos dicen que de trescientos años; hoy se cumpliría
precisamente el trecientos uno. Más prosaicamente, hoy entraríamos en el cuarto
año de la última cuenta atrás. Cierto que ha habido otras cuentas atrás que se
ven como tales, tanto desde la visión del independentismo actual sobre su
propio recorrido, como desde muchos de sus detractores, prisioneros,
conscientemente o no, de las categorías independentistas que simplemente
multiplican por menos uno. Hasta entonces, la independencia de Cataluña podía
haber ejercido un sin duda nada desdeñable influjo, como referente o idea
regulativa, en el imaginario colectivo catalanista, y como lugar común sentimental. Pero la última cuenta atrás
emprendida exige su realización material efectiva, y en unos plazos muy
concretos.
Llevamos hoy ya, desde el
2012, tres años de «procés»; de
cuenta atrás hacia la independencia, desde que el Sr. Mas y sus corifeos
decidieron jugárselo el todo por el todo en una apuesta, ciertamente
arriesgada, pero, también hay que reconocerlo, obstinada y decididamente resuelta; otra cosa es que sea un viaje a ninguna parte o hacia el desastre, a
lo largo del cual su propio adalid y mentor ha perdido ya unas cuantas plumas. Desde que decidió convocar elecciones anticipadas para conseguir
una mayoría excepcional y presentarse con
ribetes mosaicos, perdiendo doce escaños y pasando a ser rehén de
sus propios empesebrados, hasta presentarse ahora como presidente emboscado,
como número cuatro y rodeado de folclóricos y folclóricas, ha llovido
ciertamente mucho.
Tampoco el «procés» ha ido a
más en estos tres años. Al contrario, uno diría que se encuentra en fase más
bien menguante. Y las dificultades sobrevenidas han tenido mucho que ver en un
cambio de actitud que ha desvelado la que probablemente sea su auténtica faz, que
tanto ofende cuando se menta, y que lo está deslegitimando moral y
políticamente cada vez más. De la holgada mayoría social y hegemónica que se
planteaba como requisito sine qua non
para afrontar el proceso hacia la independencia, se pasó luego a asumir que
bastaría con un 50,01% de votos independentistas para proclamar unilateralmente
la independencia. Y de allí a proclamar que, simplemente, aun con la mitad más
uno de escaños en el Parlamento catalán -68 diputados- bastará para la
declaración de independencia. Un porcentaje que, en votos, podría muy bien
estar incluso por debajo del 40% de los votos emitidos, dadas las
particularidades del sistema electoral catalán y que, en cualquier caso, si
demuestra algo es que, en el mejor de los supuestos, el «procés» está estancado. Pero no muerto.
Cierto que se aduce la
prohibición de un referéndum que, como en Escocia, por ejemplo, resolviera el
tema de un plumazo. Un error sistémico español del que se ha nutrido el independentismo. Pero
también lo es que las últimas encuestas conceden a todo el independentismo –la
lista de Mas y las CUP-, como mucho, una exigua mayoría absoluta, mucho menor, en cualquier
caso, que la actual CIU+ERC+CUP. Y más cierto aún que, más allá de la legalidad
vigente y de la actitud del gobierno
español, considerar que un 40% de los votos pueda legitimar una declaración de
independencia, insinúa unos déficits de sentido democrático, acaso desde siempre
latentes, cada día más manifiestos. Podría uno entonces preguntarse ingenuamente por qué, si ahora tienen más mayoría que la que tendrán después del 27-S, no declaran ya unilateralmente la independencia.
Son sin duda las servidumbres
del modelo de cuenta atrás actualizado que el propio Sr. Mas se autoimpuso.
Porque cuando el tiempo se agota y las expectativas no se cumplen, está uno
abocado al fracaso o a la nada. Y sólo queda la huida hacia adelante.
Probablemente fue por su parte
un error de cálculo debido a los endémicos déficits de formación política e
intelectual propios del nacionalismo catalán, que ya había detectado Gaziel en
su momento. Adelantar la fecha de caducidad que representa el final de la
cuenta atrás, y ponerla en el tiempo real, es algo que ningún político en sus
cabales haría jamás con objetivos incluso de dimensiones mucho más modestas.
Claro que a lo mejor, desde CIU y Mas se pensó que era la única posible salida
para contrarrestar la evidente pérdida de influencia y prestigio. Porque lo
importante en política es el mantenimiento y ejercicio del poder. Y CIU lo ha
ejercido con la más absoluta discrecionalidad sectaria durante muchos años, demasiados
como para renunciar a él. Y acaso Mas pensó que apropiándose del discurso
independentista, conseguiría desviar la atención sobre sus corruptelas, sus
privatizaciones dolosas y sus sañudos recortes sociales y económicos. Y en
parte fue así, pero sólo en parte. Y al precio de poner en el tiempo real el
final de la cuenta atrás. Un final que, como la fecha de vencimiento de un
pacto con el diablo, es impostergable.
Y a lo mejor no es solamente
que se le haya visto el plumero y lo de la independencia fuera un pretexto para
desviar la atención y seguir en el poder, un pretexto que ahora exige
inexorablemente un cumplimiento que no está en condiciones de efectuar. Puede también que ahora esté descubriendo que, como afirma hoy Isabel Coixet en
un muy recomendable artículo en El País, «El día de las marmotas»: A muchos,
sin fascinarnos para nada la idea de España, tampoco nos repugna. Algo sin duda
aplicable también a tantos y tantos
españoles fuera de Cataluña.
Y con el cronómetro no
hacia adelante para ver qué registro consigo, sino hacia
atrás y acercándome peligrosamente al punto cero, puede ser un descubrimiento
duro, muy duro. A menos que todavía le quede algún conejo en la chistera, y nos
quedemos para siempre en el día de la marmota.
Estupendo el artículo, Xavier. No sé si conoces esta entrevista. Creo que tiene interés.
ResponEliminahttp://ctxt.es/es/20150909/Politica/2187/Catalu%C3%B1a-Lopez-Tena-Mas-independencia-Catalu%C3%B1a-Espa%C3%B1a-.htm