Empieza uno a detectar que, efectivamente,
el «procés» está perdiendo fuelle.
Sobre todo intersubjetivamente. El hechizo que en su momento galvanizó a cerca
de un 35% de la población catalana en torno al proyecto independentista ya no
parece ejercer su influjo con la misma fuerza que hace tan sólo unos meses. Y
van apareciendo otras consideraciones, no sólo de carácter objetivo, como la
eventual inviabilidad de la independencia de Cataluña, ora por razones
políticas, ora económicas, sino también de naturaleza alternativa, aquellas que
permiten salvar la cara sin reconocer explícitamente haberse equivocado.
No me estoy refiriendo a los
independentistas de toda la vida, muchos de los cuales siempre fueron algo
escépticos ante el aluvión de conversos que iba engrosando sus filas, sino
precisamente a estos independentistas sobrevenidos que ahora, frente al
principio del placer, empiezan a considerar la inexorabilidad del principio de
realidad con sus consiguientes sublimaciones, que van desde la substitución del
objeto de deseo, hasta la racionalización de su inalcanzabilidad.
No cabe duda que las trifulcas
politiqueras surgidas en el seno del movimiento han influido en este desencanto,
y cierto también que la administración de la tensión ha sido pésimamente
gestionada. El bochornoso espectáculo que han ofrecido los dirigentes del
movimiento, desde sus cúpulas políticas hasta sus ramificaciones «civiles», ha
sido como para echar para atrás al más entregado; y en cuanto a la tensión, a
menos que creyeran de verdad que Cataluña iba a ser independiente para el
próximo Sant Jordi, estaba claro que
no podía sostenerse. Pero si bien ambos factores pueden haber sido el detonante
que conjuró el sortilegio, lo cierto es que luego han ido surgiendo otro tipo
de consideraciones.
Sea como fuere, no deja de ser
significativo que quienes (para mi sorpresa) hace sólo unos meses estaban en
posiciones furibundamente independentistas, ahora se planteen, aun sin abjurar
del todo, que para llegar a la independencia se requiere de una mayoría social
mucho más amplia que el millón ochocientos mil que fueron a votar el 9-N, a la
vez que admiten que nunca se llegará a esa masa crítica necesaria; es decir,
que el proceso, o ha abortado o está condenado, en el mejor de los casos, a una
situación de estacionariedad a la baja. O
que otros pongan ahora en primer plano sus redescubiertas inquietudes sociales
y sus convicciones de izquierdas, preguntándose entonces uno si se trata del
efecto PODEMOS o si, por el contrario, PODEMOS es el objeto de deseo
substitutorio de la frustración con el anterior. Puede que sólo sean indicios
microscópicos, sin ninguna significatividad social, que uno cree haber
detectado recientemente su propio entorno. Pero lo macroscópico, hasta donde
podemos saberlo, también parece apuntar de forma sostenida un repunte de estas
tendencias. Es decir, hacia un reflujo del «procés».
Superestructuralmente se vende
como un descanso para recobrar fuerzas, mientras tanto se asegura estar
profundizando en la creación de unas supuestas estructuras de estado que, a la vez que se presentan ahora como totalmente
ineludibles, entretienen y justifican el quehacer cotidiano de los políticos implicados y de sus paniaguados. Pero se percibe un cierto debilitamiento del discurso: la misma
escenificación, pero más forzada, como si de un paripé se tratara. Resulta
ahora que, por lo visto, no basta con la constitución elaborada por inefable juez
Vidal –posible nº 2 por ERC-, y se requiere de una segunda que ya se ha
encargado a quien debidamente corresponda. Se insiste en la creación de una
agencia tributaria catalana inviable, legal y operativamente, pero que ofrece
acomodo a los fieles untados por la causa. Un cachondo propone la creación de una Banca Popular Catalana -quítenle lo de popular y a ver qué queda-. Los medios ¿qué decir? Siguen a la
suya, pero también con síntomas de agotamiento, de hastío…
No sé… Igual sí que se
trata solamente de un interludio, pero sigo pensando que intersubjetivamente,
la cosa ha perdido fuelle.
Al nacionalismo catalán le queda lo que respire el Patriarca. El día en que muera Mossèn Pujol muchos harán lo que Haro Tecglen; es decir, renegar del mito que un día adoraron. Y es que el nacionalismo, como el fascismo, deja herencias de soslayo. Por cierto, Pujol (y sus hijos) podrían dejar toda su herencia a las arcas de la Generalitat y a los catalanes y así ganarse un poco más el cielo pero me temo que no lo harán.
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